Ignacio Labaqui
Analista senior en Medley Global Advisors y académico U. Católica Argentina
Argentina atraviesa una frágil situación en materia económica. El síntoma más visible de esta fragilidad es la actual tensión en materia cambiaria. A pesar de las fuertes restricciones para acceder al mercado de cambios, el Banco Central debe intervenir casi a diario para evitar depreciación más rápida del peso. Las intervenciones cambiarias y los controles cada vez más rígidos en esta materia han llevado a 1) el agotamiento de las reservas del Banco Central y 2) un aumento dramático en la brecha entre el tipo de cambio oficial y los tipos de cambio paralelos, que en octubre alcanzó niveles propios de crisis económicas severas (1975, 1982, 1989).
Ante esta situación el gobierno se ha fijado un objetivo muy ambicioso: evitar un salto discreto cambiario antes de las elecciones de octubre de 2021, consciente que ello comprometería seriamente sus chances electorales. La lección es que “el que devalúa pierde”. Por ello, tras el peak alcanzado por la brecha cambiaria a mediados de octubre las autoridades tomaron una serie de medidas destinadas a lograr una baja de los tipos de cambio paralelos. Al mismo tiempo, el ministerio de Economía realizó una serie de anuncios orientados a recobrar la confianza del sector privado, los cuales incluyeron medidas de ajuste fiscal para 2021 en simultáneo con el comienzo de las negociaciones con el Fondo Monetario Internacional, que el gobierno aspira a concluir antes del fin del primer trimestre de 2021. El objetivo fue claramente ganar tiempo.
La concreción del arreglo con el Fondo es clave para el gobierno: no solo le permitiría postergar el pago de US$ 44 mil millones que la Argentina debería repagar entre 2021 y 2023, sino que también sería una poderosa señal hacia el mercado. Para las autoridades, ello ayudaría llegar a las elecciones sin turbulencias económicas que afecten el resultado electoral.
El principal problema es que un arreglo con el Fondo implica comprometerse a un ajuste fiscal más agresivo que el planteado por el presupuesto, lo cual opera como un revulsivo en la coalición oficialista, que sabe “el que ajusta pierde”. El rechazo al ajuste es lo que explica la dura carta que el bloque de senadores del Frente de Todos envió recientemente al FMI.
El impacto de esta carta sobre las negociaciones en curso no debiera ser minimizado. Se trata de un documento firmado por un bloque que responde al liderazgo de la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner y que representa la visión de buena parte de los gobernadores provinciales. Amén de ello, la carta se publicó en la misma semana en que la Cámara de Diputados aprobó el así llamado “impuesto a las grandes fortunas”, una decisión que va a contramano de los intentos de recobrar la confianza del sector privado desplegados por el ministro de Economía Martín Guzmán.
La carta de los senadores y la aprobación del impuesto a las grandes fortunas renuevan las dudas acerca del liderazgo de Fernández. Ello puede conspirar contra un pronto arreglo con el FMI, que bien podría preguntarse cuál es la capacidad del presidente de cumplir con los compromisos asumidos en un eventual programa.
Si el FMI concluye que pese a la buena voluntad de Fernández y de Guzmán, su capacidad de poner en práctica las condiciones incluidas en una eventual Carta de intención es limitada, el organismo demorará las negociaciones. Si el Fondo no tiene certeza acerca de la capacidad de Fernández de llevar a cabo el ajuste, probablemente le dará largas a las conversaciones. Quien más apuro tiene por cerrar con el FMI es Fernández y no el organismo. Dado el notable deterioro de la hoja de balance del Banco Central, evitar un salto discreto cambiario antes de las elecciones de octubre de 2021 es un objetivo por demás desafiante. Incluso con un acuerdo con el Fondo, esa meta luce difícil de cumplir. Sin el mismo, es prácticamente imposible.