El bajo crecimiento de la economía chilena tiene ya diez años y se ha convertido en un fenómeno más estructural, que no reacciona a los estímulos macrofinancieros o a la reducción de la incertidumbre. Además, luego de las sucesivas administraciones de distinto signo político que han pasado por La Moneda, se puede concluir que sin una estrategia de crecimiento efectiva el impacto de quien gobierna es menor. Esta realidad contrasta con la advertencia del expresidente Lagos en 2017, cuando señaló: “La tarea número uno de Chile es crecer, todo lo demás es música”. En este escenario, conviene revisar lo que ha ocurrido y definir las bases para un cambio necesario.
Los diversos gobiernos de la última década han interpretado los resultados electorales con que fueron elegidos como virajes de la población hacia las ideas de su sector, impulsando la ejecución de sus programas sin más, desatendiendo el diagnóstico de los problemas que pretenden resolver y desconociendo elementos clave para entender el contexto social en que se han insertado.
La realidad parece ser muy distinta. Si se considera la identificación política, por ejemplo, la encuesta del CEP muestra que el porcentaje de la población que se define de derecha o de izquierda es bajo y se mantiene prácticamente inalterado en los últimos quince años. En cambio, el grupo que se define de centro disminuye ostensiblemente y aumenta proporcionalmente el que no se identifica con ningún sector. Estas tendencias son coherentes con la profundización de la crisis de confianza que ha vivido el país y con la enorme movilidad en el electorado que hemos observado recientemente, pero no permiten concluir que la sociedad se desplace de manera intermitente sobre el eje izquierda-derecha.
La administración Bachelet (2014-18) aplicó una agenda de reformas sociales con la expectativa de que a la larga estimularan el crecimiento. Más allá de estos cambios, continuó con las mismas políticas que funcionaron bien en el escenario de los 90, sin adaptarlas a los nuevos desafíos internos y externos que estaba enfrentando el país en ese momento. Los pobres resultados de este período incrementaron la brecha entre las expectativas de la población y la realidad, lo que siguió alimentando la pérdida de confianza en las instituciones.
En estas condiciones, el electorado fue atraído por las promesas de crecimiento y de seguridad pública de la campaña de Piñera. Esa administración (2018-22) apostó a mejorar el clima de negocios y el ambiente regulatorio, con la convicción de que la inversión privada reaccionaría ante las señales promercado. A poco andar quedó claro el carácter más estructural que tenía el bajo crecimiento del país, por lo que la ilusión inicial se convirtió en más frustración. Queda una vez más en evidencia que el buen funcionamiento de los mercados es una condición necesaria, pero no suficiente en una estrategia de crecimiento.
La administración Boric (2022-26) se inició con la esperanza de lo nuevo y el destierro de los viejos paradigmas, pero desde un primer momento dejó claro que confía más en aquellos impulsos del crecimiento que vienen de la mano de las iniciativas que diseña e implementa el Estado, incluyendo la creación de nuevos organismos estatales y empresas públicas. Sin embargo, la experiencia internacional muestra que este tipo de intervenciones tiene baja efectividad porque no se logran conectar con el entorno en el que se aplican y no aprovechan las sinergias que se producen a través de las redes de colaboración. Así, las expectativas para Chile anticipan que en este caso el resultado no será diferente.
Toda esta evidencia indica que la estrategia de crecimiento que necesitamos es diferente a las que se derivan de los enfoques ideológicos del pasado. En la nueva agenda, el contenido de las intervenciones públicas y el formato en que se ejecutan dichas intervenciones son dos aspectos que no pueden ser separados, o considerados independientemente.
Respecto de lo primero, el énfasis es la incorporación de conocimiento a las actividades productivas a través de las diversas formas en que ello ocurre, como la capacitación, la asesoría empresarial, la educación y la investigación tecnológica. Este conocimiento permite la reconversión de las inversiones y de los puestos de trabajo hacia actividades de mayor productividad e ingresos. Además, se trata de un conocimiento que debe estar extendido en amplios sectores de la población, coherente con una sociedad que aspira a la inclusión social.
Respecto del formato, recoge la principal lección que deja la pandemia, en el sentido que los problemas complejos se resuelven mejor congregando las capacidades de diversos actores a través de relaciones de colaboración que operan en contextos específicos. Es decir, se trata de crear ecosistemas en todos los espacios en que sea posible, creando la infraestructura y las redes de actores que trabajan en conjunto para definir y ejecutar soluciones a los problemas comunes. Esta es la mejor estrategia para promover la innovación, la transformación productiva y la inclusión social.
Estos ecosistemas dinámicos no surgen espontáneamente, sino que se construyen con los actores que existen en cada lugar (Estado, empresas, sociedad civil, trabajadores, universidades, emprendedores) trabajando en torno a un objetivo común. Algo que permite comprender mejor los problemas que están tratando de resolver.
En síntesis, para cambiar la trayectoria de crecimiento del país se debe dejar de lado los diagnósticos inspirados en enfoques ideológicos y construir una estrategia “productivista”, que avanza hacia la economía del conocimiento a través de relaciones de colaboración.