Una de las derechas tomó la decisión de utilizar la figura del expresidente Sebastián Piñera y al “piñerismo” como comodín de campaña. En la última semana cruzó la línea, recurriendo al 2019 y a la memoria de la oscuridad.
Se entrega una versión de extrema (y deshonesta) simpleza. Se omiten los ingredientes que rodearon el estallido, su abrumador respaldo en la sociedad; y el infierno político que vino después. Nada sobre mayorías y minorías en el Congreso, menos aún sobre instituciones, fiscalía, tribunales, Consejo de Defensa del Estado, etc.
La capacidad de gobernar en una situación de máxima complejidad se reduciría a “carácter” y “voluntad” (peligrosa combinación, podemos conversar sobre ella en otra columna). La idea no es nueva: instalar el temor a que se repitan hechos que alteraron dramáticamente la vida de Chile, y ofrecer una manera irreductible para evitarlos o controlarlos.
Algunos se preguntan por qué las movilizaciones sociales han desaparecido en los últimos años. La explicación no requiere análisis excesivamente profundos.
Gobierna el núcleo político que generó y protagonizó las protestas del 2011; el mismo que celebró alegremente las del 2019 y torpedeó de todas las maneras posibles el ejercicio de la fuerza legítima del Estado para restituir el orden. Y ha contado con una oposición que, por su visión política, no tiene vocación para agitar la calle y respalda a todo evento la tarea policial para reprimir la violencia.
¿Y si ese núcleo sale de La Moneda en marzo? ¿Alguien cree que se replegará tranquilamente, para ordenarse en una oposición ejemplar?
Convendría a todas las derechas mirar con atención la figura de Sebastián Piñera. Primero, es el único que le permitió al sector llegar a La Moneda (democráticamente, se entiende) en 50 años, y junto a Michelle Bachelet, los únicos que han sido elegidos presidentes de la República dos veces en el último siglo.
Luego, su legado no es solo el material, que trasciende a todo gobierno; o el de la gestión, con la huella de la reconstrucción, el rescate de los mineros y la pandemia. O la invitación a miles de profesionales de primer nivel a sumarse a la tarea pública (varios de ellos son hoy parlamentarios, alcaldes, gobernadores, con altas votaciones), creando la experiencia y disciplina necesarias para gobernar.
Hay, sobre todo, un legado político: el apego a las instituciones, la búsqueda del entendimiento, la vocación por la libertad con responsabilidad y preocupación social, la capacidad de mirar al horizonte y no solo a la reyerta diaria (expuso el problema de natalidad en los 90 y lo gravitante de modernizar el sistema político en el 2000). Todos atributos poco atractivos hoy en un mundo que mira como triunfos solo la confrontación y el puñete digital, pero a los que tarde o temprano todo gobierno debe recurrir.
El respeto a las figuras de la República tampoco está de moda. Miren con seriedad los hechos, entonces, por precaución. Piñera enfrentó lo que ningún presidente había enfrentado desde 1990: el intento de poner fin a su mandato, primero por la vía de la violencia y luego con dos acusaciones constitucionales, a pocos votos de aprobarse.
Exponer la etapa más difícil de Chile en décadas con el instructivo comunicacional en una mano y el diario del lunes en la otra podría ser gracioso, si no se tratara de hechos de enorme gravedad. Y utilizar electoralmente a quien no puede alzar su voz para contrarrestar esa versión pueril parece, al menos, poco elegante.
Sebastián Piñera fue el primero en reconocer sus errores, elegir la democracia no es uno de ellos. Es precisamente lo que está permitiéndole a Chile aspirar, otra vez, a levantar el vuelo con dignidad y, en un futuro bien pensando y si los astros se alinean, con prosperidad.