Las ideas, con todas sus complejidades y matices, importan en política porque tienen consecuencias prácticas. Es esencial, por ello, entender cabalmente las diferencias entre las derechas que competirán por la Presidencia de la República en diciembre próximo: por una parte Matthei, de Chile Vamos, como representante de una tradición de liberalismo clásico, y por la otra, Kast y Kaiser, los candidatos identificados, uno más que otro, con las corrientes libertarias de Milei, Trump o Bukele, entre varios.
Es evidente que estas teorías políticas concuerdan en la importancia de las libertades individuales, incluidos el derecho de propiedad, los mercados libres y los gobiernos limitados en sus atribuciones, para permitir la participación del sector privado y de la sociedad civil en la solución de los problemas públicos.
Sin embargo, existen elementos muy sustantivos que las diferencian. Entre ellos, una disímil concepción de la naturaleza humana y de sus motivaciones, y del rol de la libertad en la construcción del orden social; y una distinta relación con ciertos aspectos de la cultura democrática.
El liberalismo clásico inauguró una era en que la libertad y la autonomía del individuo comenzaron a ser consideradas como el eje central de la organización social, política y económica. Sin embargo, como advertía Isaiah Berlin, la libertad es un objetivo que debe ser primordial; pero, a diferencia de los pensadores libertarios, reconoce que los seres humanos legítimamente aspiramos además a múltiples otros bienes, muchos de los cuales no son siempre compatibles entre sí, por lo cual la política supone precisamente hacer opciones, negociaciones y transacciones para tratar de acomodar los diferentes anhelos que nos inspiran.
Esto lleva a una interpretación también distinta de la relación entre el individuo y la sociedad en la cual vive. Es obvio que el ser humano necesita competir y perseguir su interés propio para sobrevivir. Sin embargo, y así concuerda la gran mayoría de los pensadores liberales, junto con ser individuos somos miembros de una sociedad, compartimos un destino con otros y requerimos cooperar con nuestros congéneres, lo cual muchas veces implica sacrificar algo de lo propio por el bien del conjunto.
Los libertarios, en cambio, sostienen que las personas no pueden moralmente ser usadas como medios para el bienestar de otros, porque ellas tienen derecho de propiedad sobre sí mismas y no están a disposición del conjunto de la sociedad.
Lo anterior conduce a delimitar en forma diferente el papel que el Estado debe jugar en una sociedad libre. Si bien existen variantes dentro de las corrientes libertarias, desde quienes promueven un Estado mínimo hasta los “anarco-capitalistas” que abogan por su abolición, en general, sus pensadores estiman que la intervención estatal, la redistribución de recursos o la regulación económica, son del todo injustificadas e incluso dañinas.
El liberalismo clásico, por el contrario, asume que existen obligaciones por el hecho de vivir en sociedad. Adam Smith decía: “Ninguna sociedad puede florecer y ser feliz cuando la gran parte de ella es pobre y miserable. Es solo de justicia que aquellos que alimentan, visten y abrigan a todos tengan una parte del fruto de su trabajo para estar bien alimentados, vestidos y abrigados” y puedan así ser “respetados en su dignidad en forma igual”.
A su vez, Von Mises escribía que las personas debían ajustar su conducta a los requerimientos de la cooperación social y mirar el éxito de los demás como una condición indispensable del suyo.
Estas diferencias implican retóricas y prácticas políticas muy disímiles . Por una parte, unos promueven el entendimiento, el diálogo y la moderación, y otros conducen a regímenes más autoritarios, a la confrontación y la polarización.