En su última Cuenta Pública, el Presidente Boric informó que ha instruido al Ministerio de Justicia y Derechos Humanos que modifique el decreto que creó el penal de Punta Peuco en 1995, para que deje de tener una condición especial y se transforme en un recinto común que permita segregar a las personas según los requerimientos de Gendarmería. Recordó que, tal como el Presidente Piñera dispuso el cierre del Penal Cordillera, hoy día “estamos poniéndole fin a Punta Peuco como se le ha conocido”.
El anuncio buscó crear la impresión de que respondía a una larga demanda en materia de derechos humanos, e hizo recordar, por supuesto, el gesto de la expresidenta Bachelet cuando, en la mañana del 11 de marzo de 2018, en las horas en que se preparaba para entregar el mando a Piñera, le pidió a su ministro de Justicia, Jaime Campos, que firmara un decreto que materializara lo que era presentado como “el cierre de Punta Peuco”. Como se recordará, el ministro se negó a firmar debido a que, en rigor, el mandato presidencial había concluido.
La medida propiciada por Boric, que en términos estrictos no pasa de ser una disposición de ordenamiento carcelario, fue celebrada como una reivindicación justiciera por los parlamentarios oficialistas. No sabemos si la vieron como un modo de hacer más difíciles las cosas a los presos de Punta Peuco, o incluso una forma de castigarlos un poco más.
A primera vista, la resolución administrativa no merecería ni mención en una cuenta presidencial ante el Congreso. Sin embargo, parece haber sido concebida como “un acto de combate”, expresión del enfrentamiento indefinido con la dictadura que terminó hace 35 años. Épica atrasada, podría decirse, pero a la que parece atribuírsele alguna utilidad para las batallas políticas de hoy.
Según el boletín JURE N°23, de mayo de 2025, en Punta Peuco permanecen recluidas 138 personas pertenecientes a las FF.AA., Carabineros y la PDI, 204 en el penal de Colina Uno, y 19 en el de San Joaquín (mujeres). Hay también algunos presos uniformados en otras cárceles. Según los datos aportados por el mismo boletín, editado por la organización Justicia y Reconciliación, concentrada en la asistencia legal a los presos, la mayor parte de ellos son personas de la tercera edad, muchos aquejados de serias enfermedades.
Considerando solo a los miembros del Ejército, en Punta Peuco hay 32 presos que tienen entre 70 y 75 años (50 en Colina); ocho presos que tienen entre 76 y 79 años (15 en Colina); 22 presos que tienen entre 80 y 89 años (17 en Colina); y dos presos que tienen entre 90 y 99 años (cuatro en Colina). En la prisión de San Joaquín hay seis mujeres que tienen entre 70 y 79 años. Han fallecido en prisión 33 presos del Ejército. Se han suicidado seis.
En el anuncio sobre Punta Peuco, Boric aludió a la necesidad de “cerrar y reparar las heridas de ayer”. La conclusión coherente de tal predicamento debería ser no perder de vista a los seres humanos que están involucrados y, por lo tanto, hacerse cargo de la exigencia de asegurar en Chile una justicia con clemencia. Ello supone visión de Estado y, ciertamente, coraje político para sostener los principios de civilización que están en juego.
En 2020 se discutió en el Senado una iniciativa del gobierno del Presidente Piñera que proponía sustituir las penas privativas de libertad por la reclusión domiciliaria para aquellos condenados que padecieran una enfermedad terminal; aquellos que, por cualquier causa, tuvieran menoscabo físico grave e irrecuperable que les provocara dependencia severa; y aquellos de 75 años o más que hubieren cumplido a lo menos la mitad de la condena, con excepción de los condenados a presidio perpetuo o presidio perpetuo calificado, que deberían haber cumplido 20 o 40 años de privación de libertad efectiva, respectivamente.
Tanto la comisión de Constitución, Legislación, Justicia y Reglamento como la de Derechos Humanos, Nacionalidad y Ciudadanía, del Senado, que contaban con mayoría de la oposición de entonces, rechazaron el proyecto ante la posibilidad de que beneficiara a los militares condenados en causas de derechos humanos.
Han pasado cinco años y, quizás, los parlamentarios han reflexionado con mayor detenimiento sobre la materia, quizás ahora están en condiciones de considerar otros antecedentes y percibir mejor la posibilidad de favorecer una solución humanitaria que le haría bien a nuestra convivencia y sería particularmente apreciada por las familias de los presos. Sería un acto de grandeza que Chile diera este paso.
Sergio Muñoz Riveros