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RenovarColumnistas
Viernes 30 de mayo de 2025
La desmoralización de la sociedad
"Si no existe un acuerdo previo respecto al bien y el mal suficientemente amplio, se aumenta la necesidad de regularlo todo por leyes que constriñen la libertad".
Los recientes escándalos por la venta al Estado de una casa por parte de una ministra y una senadora, quienes tienen una prohibición constitucional explícita de hacer negocios con el Estado; el uso y abuso de dineros públicos en fundaciones políticamente vinculadas al Gobierno; la información divulgada en estos días respecto al uso fraudulento de licencias médicas —que involucra a más de 25 mil funcionarios públicos que utilizaron licencias falsas para vacacionar fuera del país— son todos síntomas de disolución social que deberían movernos a una profunda meditación.
Y la desmoralización de nuestra sociedad va más allá. Hay casos de sacerdotes emblemáticos acusados de crímenes aberrantes; colusión en las empresas y uso de información privilegiada; corrupción en el Ejército y Carabineros; en el Poder Judicial, y en las fiscalías. Las instituciones democráticas son despreciadas y la ciudadanía es indolente frente al quehacer de la polis y a un destino compartido. Los narcotraficantes se apoderan de la ciudad y entierran a sus muertos literalmente en gloria y majestad bajo la protección de las fuerzas de orden, mientras los niños no pueden asistir a sus colegios. Incluso ostentamos dos récords para enorgullecerse poco: un país con el más alto consumo de marihuana en adolescentes y el índice más alto de todo el mundo (74,3%) de niños nacidos fuera del matrimonio, los cuales, en un gran porcentaje, se verán privados de la contención que entrega la presencia permanente de padre y madre. Madres de bajos ingresos en hogares monoparentales deben mantener con sus trabajos precarios a sus hijos, sin tiempo ni fuerzas para entregarles además la formación que genera la confianza y desarrolla el capital social necesario para que la democracia funcione. Niños en situación de calle, o a cargo del Estado, maltratados y, en algunos casos, asesinados bajo su protección.
Es cierto que ha habido una exhibición de indignación pública generalizada frente al escándalo de las licencias médicas. Sin embargo, me pregunto, ¿acaso no sabíamos que era una conducta generalizada en todos los estratos sociales el solicitar licencias por reflujo de los recién nacidos para poder acompañarlos por un tiempo más prolongado que el que el posnatal permitía? ¿Nadie se escandaliza cuando en un supermercado le preguntan “boleta o factura”? ¿O cuando en una consulta médica nos dicen “a nombre de quién la boleta”? ¿Y no es una de las grandes inmoralidades del país que en ciertos momentos hasta el 44% de los ciudadanos no paguen el transporte público?
Cada vez parece más evidente que la ausencia de ciertos códigos morales compartidos, la fragmentación cultural que ha puesto en entredicho incluso la existencia del bien y el mal, y el relativismo ético, no son compatibles con un régimen de libertad, y que hay ciertas virtudes y premisas morales compartidas indispensables que deben ser transmitidas de generación en generación. Si no existe un acuerdo previo respecto al bien y el mal suficientemente amplio, que permita una actuación correcta en forma automática y espontánea sin apelar al raciocinio previo, se aumenta la necesidad de regularlo todo por leyes que constriñen la libertad. Sería perfectamente posible llegar a un acuerdo moral que no implique la erosión de las libertades individuales, pero que nos asegure la mínima cohesión social indispensable para sobrevivir. Sería un gran avance, y no pondría en jaque el derecho de cada cual a ser autor de su propio destino, el poder concordar, por ejemplo, que la verdad es mejor que la mentira, que la honradez, la integridad, la rectitud y la decencia son más deseables que la deshonestidad; y que la responsabilidad, el respeto, la tolerancia y la solidaridad son mejores que el narcisismo hedonista como base de una convivencia pacífica civilizada.
Y la desmoralización de nuestra sociedad va más allá. Hay casos de sacerdotes emblemáticos acusados de crímenes aberrantes; colusión en las empresas y uso de información privilegiada; corrupción en el Ejército y Carabineros; en el Poder Judicial, y en las fiscalías. Las instituciones democráticas son despreciadas y la ciudadanía es indolente frente al quehacer de la polis y a un destino compartido. Los narcotraficantes se apoderan de la ciudad y entierran a sus muertos literalmente en gloria y majestad bajo la protección de las fuerzas de orden, mientras los niños no pueden asistir a sus colegios. Incluso ostentamos dos récords para enorgullecerse poco: un país con el más alto consumo de marihuana en adolescentes y el índice más alto de todo el mundo (74,3%) de niños nacidos fuera del matrimonio, los cuales, en un gran porcentaje, se verán privados de la contención que entrega la presencia permanente de padre y madre. Madres de bajos ingresos en hogares monoparentales deben mantener con sus trabajos precarios a sus hijos, sin tiempo ni fuerzas para entregarles además la formación que genera la confianza y desarrolla el capital social necesario para que la democracia funcione. Niños en situación de calle, o a cargo del Estado, maltratados y, en algunos casos, asesinados bajo su protección.
Es cierto que ha habido una exhibición de indignación pública generalizada frente al escándalo de las licencias médicas. Sin embargo, me pregunto, ¿acaso no sabíamos que era una conducta generalizada en todos los estratos sociales el solicitar licencias por reflujo de los recién nacidos para poder acompañarlos por un tiempo más prolongado que el que el posnatal permitía? ¿Nadie se escandaliza cuando en un supermercado le preguntan “boleta o factura”? ¿O cuando en una consulta médica nos dicen “a nombre de quién la boleta”? ¿Y no es una de las grandes inmoralidades del país que en ciertos momentos hasta el 44% de los ciudadanos no paguen el transporte público?
Cada vez parece más evidente que la ausencia de ciertos códigos morales compartidos, la fragmentación cultural que ha puesto en entredicho incluso la existencia del bien y el mal, y el relativismo ético, no son compatibles con un régimen de libertad, y que hay ciertas virtudes y premisas morales compartidas indispensables que deben ser transmitidas de generación en generación. Si no existe un acuerdo previo respecto al bien y el mal suficientemente amplio, que permita una actuación correcta en forma automática y espontánea sin apelar al raciocinio previo, se aumenta la necesidad de regularlo todo por leyes que constriñen la libertad. Sería perfectamente posible llegar a un acuerdo moral que no implique la erosión de las libertades individuales, pero que nos asegure la mínima cohesión social indispensable para sobrevivir. Sería un gran avance, y no pondría en jaque el derecho de cada cual a ser autor de su propio destino, el poder concordar, por ejemplo, que la verdad es mejor que la mentira, que la honradez, la integridad, la rectitud y la decencia son más deseables que la deshonestidad; y que la responsabilidad, el respeto, la tolerancia y la solidaridad son mejores que el narcisismo hedonista como base de una convivencia pacífica civilizada.