Lautaro Carmona, presidente del Partido Comunista (empleando ese fraseo de idas y venidas, que apenas logra eludir el tono cantinflesco) ha planteado esta semana la necesidad de que la candidata Jeannette Jara, de triunfar en las primarias, insista e impulse el debate acerca de una nueva Constitución.
Se trata de un planteamiento sorprendente, no solo porque su utilidad para la candidatura es dudosa (más bien parece contraproducente y no solo para Jara, sino también para Tohá), sino porque se lo formula a poco tiempo del fracaso, ya por dos veces, de esa iniciativa.
¿Qué puede explicar entonces la porfía de ese propósito?
Desde luego, no hay que descartar la ignorancia o, lo que es lo mismo, la creencia errónea, y en cualquier caso, extraña en un marxista, de atribuir a las reglas jurídicas la capacidad de inducir cambios en la realidad. Se pensaría, más bien, que para un marxista, o un lector de Marx, el derecho sigue el cambio social en vez de guiarlo, algo que no se condice con este empeño de Carmona de enarbolar el cambio constitucional como una pretensión casi distintiva. La confianza en el cambio de las constituciones, como forma de mejorar la vida de las sociedades, es casi una superstición propiamente latinoamericana (la región es la más pródiga del mundo en elaborar códigos y constituciones, hasta el extremo que alguna vez sugirió Carlos Fuentes, de parecerse al realismo mágico).
Se agrega a lo anterior que ya ha quedado bastante demostrado —y ha sido tácitamente reconocido por el gobierno del Presidente Gabriel Boric— que el cambio constitucional no era necesario para impulsar reformas que hicieran frente a algunas de las patologías de la modernización (mejoras en las pensiones, cambios en la jornada laboral, por ejemplo). Como es obvio que esas reformas no son una fantasía, y se las llevó adelante con las reglas de la Constitución de 1980, entonces quedó demostrado que el cambio de la Constitución no era fundamental para introducir mejoras.
¿A qué se deberá entonces esta verdadera pulsión?
La única explicación posible (descontada, claro, la explicación psicoanalítica que es donde el concepto de pulsión tiene su lugar más propio) que sería compatible con la racionalidad que ha de atribuirse a esa propuesta formulada por Lautaro Carmona, es que el Partido Comunista esté atraído por las prácticas de lo que, en la literatura, se llaman nuevos autoritarismos. Los nuevos autoritarismos se caracterizan, entre otras cosas, claro está, por emplear el logro de una mayoría para abreviar o estrechar el debate político u obtener mandatos ciudadanos que eviten la discusión de la racionalidad de las políticas públicas. De esa manera, una nueva Constitución que, por ejemplo, garantice la negociación por ramas de actividad, establezca la provisión estatal obligatoria de ciertos servicios, disponga la existencia de medios de comunicación estatales o cosas así, evitaría tener que debatir acerca de la racionalidad de cada una de esas cosas, puesto que, establecidas en una regla constitucional, sería cosa de exigirlas como jurídicamente obligatorias, especialmente si todo esto va acompañado de una práctica judicial (afortunadamente, ya minoritaria) que piensa que basta contar con un derecho para, a su luz, resolver todas las controversias.
En otras palabras, un cambio constitucional de la índole del que fue ya promovido y que fracasó (no hay razón para suponer que sea de otro tipo el que anhela Lautaro Carmona) tiene por objeto estrechar el campo de la deliberación política por la vía más bien breve de (apoyadas en, por ejemplo, una candidatura popular) dar por zanjadas, en un solo certamen mayoritario, cuestiones que la democracia liberal reclama sean materia de una deliberación más detenida.
El problema que todo esto plantea a Carolina Tohá es que ella no está (y de triunfar hoy, tampoco lo estará en los debates que vienen) en condiciones de salir al paso a Lautaro Carmona, y la ciudadanía tampoco en condiciones de suponer que tuviera razones para hacerlo (por supuesto las tiene, pero esto no es un problema de lo que se tiene, sino de lo que la ciudadanía debe suponer), puesto que ella también apareció impulsando el fallido cambio constitucional sin formular crítica alguna a los excesos en que, entonces, se incurrió. Y es que en política se cumple, más que en ninguna otra esfera de la vida, eso que Sartre se empeñaba siempre en subrayar: cada uno se elige a sí mismo en cada uno de sus actos.