Ferrobádminton
Y a ninguno de los dos escritores, Roberto Bolaño y Carlos Cerda, por una cosa o la otra, por la mano del papá o por los colores negro y amarillo, se les olvidó ese club que desapareció hace 56 años y cuatro días: Ferrobádminton.

Roberto Bolaño fue hincha de Ferrobádminton, un equipo que desapareció hace 56 años y cuatro días: 8 de enero de 1969.
Contó el escritor que una de las razones del afecto fueron sus colores: “Llegó a jugar en Primera, y su camiseta, sin duda, era la más bonita que ha habido jamás en el fútbol patrio”.
Amarillo y negro, en realidad los colores de Bádminton, que en 1950 reunió sus fuerzas escuálidas con Unión Ferroviaria, y en el estadio San Eugenio se hicieron fuertes como Ferrobádminton, al menos un par de años de la década del 50 cuando terminó tercero y cuarto.
Al comienzo de la década del 60 tuvo a Adolfo Olivares en sus filas, centrodelantero que luego estuvo en la U y Santiago Morning, entre otros varios equipos; no le fue mal en la selección de Chile y también viajó hacia El Salvador y Bolivia, porque goles tuvo y también un apodo espectacular: “Cuchi-Cuchi”.
La razón del nombre fue su amistad con una vedette argentina que lucía el apodo por otros motivos, y la ocurrencia y bautizo vino de Rubén Marcos, el mediocampista con pulmones para regalar.
Gran goleador el “Cuchi-Cuchi”, por zancada, cabezazo y por pegarle hasta con el peroné, si hacía falta.
“Ferrobádminton” es también es el título de un cuento de Carlos Cerda, tan muerto como Bolaños. Un relato que se inicia con lo que ese club nunca fue: titular, campeón y noticia. Parte con un exiliado que desde Berlín espera la final del Mundial 1982, se disputa en el antiguo Santiago Bernabéu, y en el entretiempo viaja al pasado, en este caso, al recuerdo de la mano de su padre, son los tablones del estadio San Eugenio y el fervor del hincha por el equipo de sus amores, que no es por cuestiones circunstanciales y menores, como ganar o perder, sino que es de Ferrobádminton por historia, identidad, pertenencia, barrio y memoria.
A Carlitos Cerda, el niño tomado de la mano, nunca se le olvidó lo que vivió en ese entonces.
Roberto Bolaño de niño vivió en Quilpué, la ciudad del Sol, que en el Mundial de 1962 se iluminó más todavía porque la selección de Brasil entrenó y alojó en esa localidad, y el pergenio que sería escritor vivía en una casa a 50 metros, y los miraba y seguía. Era un cabrito o un palomilla que revoloteaba alrededor de Pelé, Djalma Santos, Didí y Garrincha, y los tocaba, les sonreía y un día se puso al arco. Buena gente los brasileños.
—“Recuerdo por ejemplo que Vavá me tiró un penal y se lo atajé. Y para mí es la mayor hazaña que he hecho: ¡le atajé un penal a Vavá!”, y eso, por supuesto, se le quedó incrustado al Bolaño tierno y al Bolaño ajado.
Y a ninguno de los dos escritores, por una cosa o la otra, por la mano del papá o por los colores negro y amarillo, se les olvidó ese club que desapareció hace 56 años y cuatro días: Ferrobádminton.

Antonio Martínez
es periodista y crítico de cine; fue editor de Cultura de “La Época”, jefe de redacción de “Hoy” y director editorial de Alfaguara. Fue corresponsal, desde España, de “Estadio”, y columnista de “Don Balón”. Autor de “Soy de Everton, y de Viña del Mar” (2016), y junto a Ascanio Cavallo, de “Cien años claves del Cine” (1995) y “Chile en el cine” (2012).