Dos investigaciones de opinión se han adentrado por años en los sentimientos íntimos de cómo los chilenos aprecian al país y lo que de él esperan: la Encuesta CEP y la Encuesta Bicentenario (UC/GfK-Adimark). La primera, que ha tenido una evolución a lo largo de más de un cuarto de siglo, ha dibujado la transformación en las tendencias, pero también algunas constantes que parecen contradecir una imagen pública donde predominan la espesura y la estupefacción. La Encuesta Bicentenario acaba de cumplir diez años y ha sido testigo inmediato del auge y la caída del estado de ánimo. Mientras que la del CEP se concentra más en lo político y en asuntos más directamente dirigidos a lo público, la Bicentenario lo hace en lo que se podría llamar el alma de los chilenos.
Ambas encuestas detectan en Chile una paradoja no extraña a otras partes del mundo: que la confianza de los chilenos por las instituciones del Estado y las autónomas (iglesias, partidos políticos, etc.) y en la vida pública del país se evaporó (paradojalmente sigue siendo positiva la imagen de las Fuerzas Armadas); pero al momento de ser inquiridos por sus perspectivas personales, sienten que han mejorado y confían en que ello continuará. El pesimismo negro que surge de otras chimeneas cuando se juzga al país en su conjunto parece disolverse en cuanto se les pregunta por la vida de cada uno. Aun con la prevención de que las encuestas no pueden reflejar toda la realidad social y personal y que se depende de la pregunta que se formule, las de estas dos investigaciones no reposan en datos de un momento solamente, sino que en una trayectoria de muchos años.
La creciente distancia entre gobernantes e instituciones, por una parte, y los ciudadanos o habitantes, por la otra, es una marca de la democracia actual; más aún, le es inherente a la experiencia democrática en toda la historia de la humanidad. Salvo una grave crisis, o cuando se la ha perdido, las poblaciones son desagradecidas de la democracia (CEP: es un pequeño consuelo que al menos la mitad cree que nuestra democracia todavía funciona de manera "regular"), porque es un sistema en donde la crisis es expuesta a la vista e impaciencia de todos.
En el caso chileno se añade que el desplome ha sido abrupto desde una cota alta. Se transitó de una visión pletórica de confianza, algo pagada de sí misma en la década de 1990, imponiéndose ahora el reinado del desencanto. Cierto es que cuando los chilenos miran al continente se husmea que todavía perdura la idea de excepcionalidad y de orgullo (Bicentenario); la demanda de Bolivia puede haber contribuido a esta reacción. En contrapartida, al mirar su situación personal, sin énfasis exagerado en el optimismo, se rezuma confianza.
El problema es que ambas miradas -desilusión con lo público y satisfacción en lo personal- no se compensan entre sí. Tantas crisis en el mundo democrático se han originado al retirarse la clase política y los mismos ciudadanos del espacio público, dando cancha libre a los aventureros. Ahora todo es una taza de leche (excepto por La Araucanía y la delincuencia, dos fenómenos distintos), pero cuando percibamos la crisis de verdad quizá sea demasiado tarde. No se podrá resolver esta situación de parálisis si se piensa que el país lo constituye la suma de los individuos; una nación es más que la suma de ellos envueltos en la ideología de las demandas y no asumiendo metas con algo de ardor: es una historia y una experiencia común que a todos nos exhorta a la perduración. Por eso haríamos bien en recoger a nuestro modo las palabras de John Kennedy de hace 55 años, y preguntarnos todos y cada uno de nosotros: ¿qué espera Chile de los chilenos?