La rencilla entre el Presidente Trump y Elon Musk retrata, como en un ejemplo, lo que está ocurriendo con la democracia y las amenazas que sobre ella se ciernen.
Uno y otro, luego de haber fanfarroneado su amistad, ahora se insultan en las redes y cada uno insinúa delitos y tropelías que el otro habría cometido.
Si la democracia consistiera solo en la agregación de voluntades —algo así como levantar la mano en una asamblea, solo que la asamblea es de millones y en vez de alzar la mano se marca el voto—, no habría mucho de qué preocuparse, puesto que ese procedimiento, a pesar de esas y otras vulgaridades, se sigue practicando.
Pero, como casi todo en la vida social, la democracia descansa en virtudes subterráneas, convicciones menores que los miembros de la sociedad, especialmente los políticos, deben esmerarse en respetar.
Entre esas virtudes, algunas de las más importantes son la cortesía y el pudor. Ambas son virtudes hasta cierto punto hipócritas, porque enmascaran y edulcoran lo que de veras se siente de manera espontánea. Todas las personas sienten en ocasiones desprecio o desdén por el prójimo, especialmente si es un competidor, o secretamente lo consideran un estúpido, o en secreto anhelan o valoran cosas que desde el punto de vista público se consideran vulgares o toscas, o sucias, o inaceptables; pero el pudor y un cierto sentido de la cortesía, o siquiera la vergüenza, aconsejan callarlas. Por eso, el matón que hace política, o el ignorante, o el ricachón vulgar, no se comportan como tales. El matón anda de perdonavidas comprensivo, el ignorante disfraza su ignorancia con un enigmático silencio, el ricachón imita ser refinado. Y todos —incluso la mayoría de los ciudadanos—, la mayor parte de las veces, esconden y reprimen sus pulsiones inmediatas, porque saben que esa es la única manera de convivir y de hacer un espacio, siquiera breve, a la razón y el diálogo.
Pero lo que muestra el incidente entre Trump y Musk es que, en su caso, la incivilidad, el abandono de la cortesía y el pudor, y la vulgaridad del dinero y el poder han sido erigidos en virtudes. Lo que hasta ayer se consideraba imposible de hacer o decir para un hombre de Estado o una figura pública, ahora forma parte de su activo, de las cosas que alimentan su prestigio y su popularidad. Y es probable que los millones que asisten al espectáculo comenten y se entretengan y lo sigan en sus celulares, sin advertir que en esa escena cotidiana —que, mirada desde el punto de vista de la democracia, es rigurosamente obscena— se despilfarran poco a poco las pequeñas virtudes, las buenas maneras, que hacen posible la vida democrática y civilizada. Siempre la política ha estado amenazada por el anhelo del político de ser una personalidad, pero hasta ahora incluso el narcisista maligno ocultaba su dimensión peor, la maquillaba y la edulcoraba, y la escondía y la disimulaba, y de esa forma reiteraba aquello de La Rochefoucauld de que la hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud.
Pero hoy ser hipócrita —que es la mínima forma de virtud— está mal visto, y es mejor tratar con desdén y ser malhablado y confesar los peores deseos y maldecir al prójimo, y deslizar rumores y despreciar en público y en las redes, y al que hace todo eso se le engrandece y se le admira y se le teme.
Es decir, las cosas parecen haberse invertido al menos en la democracia más antigua del mundo, puesto que se ha producido una inversión de los valores o de las virtudes: el pudor ahora es de tontos; la cortesía, propia de perdedores, y dar razones cuando se tiene el poder es cosa de estúpidos. Y los aplausos y el poder parece merecerlos el desvergonzado, el desdeñoso y el paleto.
Suele decirse que lo que ocurre es que, en esta época algo tonta, la política se ha convertido en espectáculo. Pero el asunto es, en realidad, y bien mirado, más preocupante y grave que eso, porque cuando se asiste a un espectáculo, el público sabe que los actores han fingido, que los golpes son simulados y los insultos, el resultado de obedecer al libreto. Pero en este caso no se trata de un espectáculo, como lo prueba el hecho de que lo que se desenvuelve en la escena pública no es un fingimiento ni una farsa, sino la realidad del poder mismo, como lo prueba el hecho de que entre quienes despliegan esa conducta, que apenas ayer por pudor o cortesía o mera hipocresía se reprimía, se cuentan uno de los admirados héroes de la técnica y nada menos que el presidente de la democracia que tantas razones tenía para enorgullecerse de sí misma (y solo es de esperar que esas razones, que aún le quedan, no acaben despilfarrándose del todo).
Nixon, quien acabó renunciando luego del escándalo Watergate, al despedirse, alabó las virtudes sencillas y el sentido del deber de sus padres. Mostró así que incluso en el peor momento la virtud puede ser homenajeada.
Pero hoy lo que parece sobrar son los momentos y las ocasiones para hacer de la zafiedad una virtud y, lo que es peor, sacar aplausos con ella.