Imagino que Alberto van Klaveren habría sido un espléndido canciller en los años 90. Cumplía con todos los requisitos: hablar pausado, trayectoria impecable y amplias redes en el circuito diplomático. Habría paseado su estampa por el mundo firmando tratados y tejiendo alianzas. Sin embargo, el destino le fue esquivo. Así, nuestro perfecto canciller concertacionista encabeza una diplomacia feminista y turquesa, cuya naturaleza nadie conoce bien. En todo caso, no se trata del único ministro experimentado que busca contener a jóvenes entusiastas. Como lo saben varios secretarios de Estado, la tarea es difícil, pues conviven en el Gobierno varias sensibilidades que no han cuajado un proyecto común.
Todo esto adquiere especial dramatismo en materia de relaciones internacionales. El motivo es la singular visión del Presidente en este ámbito. Es innegable que el Primer Mandatario conduce la diplomacia, pero ese dato tiene dos lecturas: una institucional y una personalista. En la primera, la Presidencia —en cuanto institución—conduce las relaciones exteriores con el apoyo de la Cancillería, pues allí están los profesionales del tema. La segunda lectura, por el contrario, supone que el Presidente toma las decisiones solo, y que todos los funcionarios —incluido el canciller— deben limitarse a obedecer sus instrucciones. Llevada a su extremo, esta lectura termina confundiendo las posturas de la persona que ejerce la Presidencia con la institución misma (como ocurrió cuando Gabriel Boric se negó a recibir al embajador de Israel). El problema es delicado, porque, en estricto rigor, el Presidente no se representa a sí mismo sino a la nación. Nadie duda de que Ricardo Lagos tomaba las decisiones de política exterior, pero las tomaba con su canciller, pues entendía que el asunto no era personal.
Este es el equívoco que está en el centro de todos los incordios en materia internacional. El grave desatino del embajador chileno en Madrid, que invitó a España a reemplazar a Israel como proveedor de armamento, no es más que el último episodio de una larga historia. En efecto, sabemos que el embajador no está en su cargo por su experiencia diplomática, sino porque es amigo del Presidente (y eso le permite zafar a pesar de sus repetidos errores). Como fuere, lo más grave va por otro lado, y guarda relación con la capacidad del actual Gobierno para proteger los intereses permanentes de Chile. En este punto, cunden los motivos de preocupación, pues hay demasiadas preguntas abiertas. Por ejemplo, ¿en qué están nuestras negociaciones con Bolivia para permitir que dicho país reciba los migrantes no bolivianos que entraron por esa frontera? ¿Hay algún interés en Chile por resolver esa cuestión que afecta directamente nuestros intereses, pues sabemos que Venezuela no autoriza luego la devolución? El caso de este último país es mucho más complicado. Ya sabemos que una potencia extranjera no tiene empacho alguno en ejecutar opositores en nuestro territorio, y Chile no hace más que enviar... una nota de protesta. Quizás la ruptura de relaciones no sea el camino, pero el lenguaje diplomático tiene muchos grados, y nuestra respuesta ha sido tímida (por decir lo menos). ¿No merece la violación flagrante de nuestra soberanía una reacción algo más enérgica? ¿Por qué esa complacencia con las constantes provocaciones de Maduro, qué papel juega el PC en todo esto? ¿Cómo nos defendemos del crimen organizado en esas circunstancias?
El diferendo con Argentina no es menos importante. Alguien podría pensar que la instalación de paneles solares unos metros más allá de la frontera —en el hito 1, en Tierra del Fuego— no permite sacar conclusiones, pero el hecho es más revelador de lo que parece. Por de pronto, nos recuerda la pretensión que el país vecino viene sosteniendo —contra la letra de tratados firmados— respecto del estrecho de Magallanes. Se trata de un asunto geopolítico fundamental, y que no tiene nada de baladí. Esto queda claro si atendemos a la explicación del canciller argentino, quien afirmó que esos paneles solo podrían moverse en verano. La frase es, evidentemente, una burla cuyo único fin es probar nuestra capacidad de reacción (que ha sido nula). Para decirlo en simple: el vecindario toma nota de nuestra debilidad. El mundo se está moviendo, y nosotros miramos, impávidos.
En estas circunstancias, uno esperaría que el canciller hiciera gala de su experiencia, mostrándose activo y enérgico para hacer valer la voz de Chile. Sin embargo, tenemos un canciller cansado y cansino, que prefiere eludir los problemas en lugar de enfrentarlos. En efecto, ha preferido someterse pasivamente a los impulsos presidenciales, renunciando a jugar un papel preponderante: Van Klaveren es el fantasma de sí mismo. Es el triste final de una generación que eligió plegarse a los más jóvenes antes que defender su propia identidad.
Es cierto que el Presidente escoge libremente a sus colaboradores, pero también es cierto que cada ministro puede fijar las reglas bajo las cuales está dispuesto a decir presente. Me parece que Van Klaveren tiene muy clara la primera idea, pero ha reflexionado menos sobre la segunda. Mientras tanto, los intereses de Chile siguen esperando que alguien quiera protegerlos.