Señor Director:
Hace algunos meses, Gerhard Müller, editor de la Opera Omnia de Joseph Ratzinger-Benedicto XVI, nombrado por él prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe -cargo ratificado por el Papa Francisco, que lo hizo cardenal-, escribió que acaece a muchos cristianos, influidos por la mentalidad actual contraria a la indisolubilidad del matrimonio y a la apertura a la vida, que sus matrimonios están más expuestos a la invalidez que en el pasado. Dicho esto -y con referencia al tema de la comunión de los divorciados vueltos a casar-, agregó que "siendo todo el orden sacramental (la eucaristía, primordialmente) obra de la misericordia divina, no puede ser revocado invocando el mismo principio que lo sostiene".
A la dialéctica racionalista de la modernidad, que ve a Dios como un "Deus ex machina" -y a la ley, la norma o el mandato como una externalidad necesariamente sobrepuesta a la libertad-, le resulta muy difícil entender que ese Padre "lento a la ira y rico en misericordia" (Ps. 86 y 103) es también santidad y justicia, sin contradecir con ello la piedad.
El propio magisterio moderno de la Iglesia sobre la familia, caminando desde la normatividad necesariamente embrionaria de los tiempos de Pío XI y Pío XII hasta la inmensa doctrina -más allá de lo rigurosamente moral, rica en antropología teológica y hasta en literatura y arte- que nos legara el pontificado de San Juan Pablo II, es un luminoso ejemplo de lo anterior. No obstante, de ella también puede decirse, con G.K.Chesterton, que "el arte, como la moral, consiste en dibujar un límite en alguna parte".
Por lo dicho, no concuerdo con
Carlos Peña, ni tampoco con mi amigo
Enrique Barros.
Jaime Antúnez Aldunate