En las últimas semanas se ha argumentado en "El Mercurio" acerca de la obligatoriedad de un estricto código moral católico, promulgado por encíclicas y sustentado en extractos de textos bíblicos. Pero se ha visto que ese código no es compartido por la mayoría de los católicos a lo ancho del mundo, y encuestas muestran que la situación no es muy diferente en Chile. Sin embargo, no se trata de una mera cuestión estadística acerca de lo que piensan los católicos de a pie.
La discusión expresa algunas profundas diferencias al interior de la Iglesia. La primera se refiere a los grados en que cuestiones morales cotidianas deben ser resueltas por la jerarquía, mediante una interpretación doctrinal de autoridad; o bien, depositando mayor confianza en la capacidad de discernimiento moral común y personal de los católicos. ¿No se puede confiar más en la buena fe de los cristianos, asumiendo que a la luz de su convicción religiosa procuran discernir lo correcto y bueno (o lo menos malo, atendidas las circunstancias)?
La segunda diferencia no es procedimental, sino de fondo. Se refiere a la orientación de la doctrina moral del cristianismo. Más que un catálogo perfeccionista de mandatos y de prohibiciones, como piensan algunos, se puede pensar que las directivas de la moral cristiana deben definirse a la luz de las virtudes de la compasión, del amor y de la misericordia, que son más consistentes con la enseñanza práctica de Jesús y con su extremo acto de generosidad.
Carlos Peña en su columna del domingo afirma que esta segunda posición es una utopía o un falaz sinsentido. En otras palabras, coincidiendo con una de las posiciones del debate, afirma que la existencia de un código moral, que no solo es inmutable en sus principios, sino también en sus reglas, es consustancial a la moral católica. Tener un contrapunto nítido es, probablemente, lo que también conviene a un agnóstico militante, que no está dispuesto a aceptar que la concreción de los principios morales del cristianismo no sea una foto que quedó para siempre.
El dilema planteado es falso: no se trata de morir con las botas puestas, vestidos de la armadura de un código prescriptivo exhaustivo, ni de esperar que el último cierre la puerta. Al interior de la Iglesia, este no es un debate concluido. Lo relevante es que sigue siendo válido que la humilde aceptación de nuestras limitaciones, propia en mi opinión de la más genuina experiencia religiosa, hace que muchos católicos miren con distancia escéptica una moral en extremo heterónoma y prescriptiva, que desatiende los dilemas y la experiencia moral de muchos creyentes en nuestro tiempo.
Enrique Barros