Señor Director:
Carlos Peña, en su
columna del domingo, en parte está en lo cierto: si alguien espera que el Papa Francisco reforme la fe y la moral católica en alguno de sus puntos incómodos, o que proclame un evangelio recortado y popular del tipo "pobreza y solidaridad sí, pero no hablemos de dogmas ni de moral sexual", más vale que abandone pronto sus ilusiones. El Papa ya lo ha dicho con claridad, y Peña ha hecho bien en subrayarlo: la Iglesia no es una ONG benéfica, sino la Esposa de Cristo, a quien debe proclamar, y proclamarlo crucificado (homilía en la misa con los cardenales).
Pero Peña, por otra parte, se equivoca: la homilía que el columnista comenta está dirigida a los cardenales. Por tanto, cuando el Papa Francisco dice que si no se le reza a Dios, se le reza al diablo, no está diciendo que eso sea así para cualquier ser humano, sino para un cardenal. Si hubiese considerado la reunión que el Papa tuvo el viernes con los periodistas, habría visto hasta dónde llega la delicadeza y respeto de S.S. Francisco por los no creyentes.
Pero es comprensible el error, porque el Papa Francisco no calza en la visión común que se tiene de las corrientes dentro de la Iglesia: habla con fuerza de pobreza y de justicia, y se abstiene de hacer la señal de la Cruz sobre no creyentes; pero habla también con fuerza del diablo y de Cristo crucificado. Si se trata de vaticinar a partir de los primeros gestos lo que será un pontificado (con perdón del Espíritu Santo), me inclinaría por mirar el documento del episcopado latinoamericano en Aparecida, cuyo principal redactor fue el ahora Papa Francisco: se trata del Evangelio proclamado en su integridad, sin miradas unilaterales, sin falsas disyuntivas: ni "cuidado pastoral versus firmeza doctrinal", ni "transformación del mundo versus esperanza en la vida eterna", ni "vida comunitaria versus unión íntima con Dios".
Y para eso, con valentía, todas las reformas administrativas y disciplinares que sean necesarias. Diría que habrá sorpresas, si es que las sorpresas no fueran lo esperado.
Santiago OrregoInstituto de Filosofía UC