¿Es verdad que con el nuevo Papa soplarán vientos de cambio? ¿Será cierto que con él la Iglesia estará menos preocupada de la sexualidad y más de la justicia?
Sus primeras declaraciones -cuando se las lee sin las anteojeras de la fe, que como todo el mundo sabe es ciega- hacen pensar que no.
En su primera misa, recordó cuál es el rasgo fundamental de la Iglesia, lo que hace que ella sea lo que es y no otra cosa ¿Acaso remediar los males de este mundo, aminorar la injusticia, disminuir las fuentes del sufrimiento humano? No exactamente, sugirió el Papa. La Iglesia debe, por supuesto, hacer todas esas cosas; pero, agregó, si solo hiciera eso, nada la distinguiría de una ONG, esos grupos de buenos ciudadanos que juntan fuerzas en pos del bien público. La tarea propia de la Iglesia es, insistió, la de transmitir el mensaje de Cristo, ser su esposa (esto último fue una cita a Pablo, el gran organizador de la Iglesia, quien reinterpretó así la relación conyugal del Viejo Testamento entre Dios y su pueblo).
Y continuó separando las aguas entre quienes creen y quienes no:
"El que no le reza al Señor -continuó-, le reza al diablo. Cuando no proclamamos a Jesucristo, proclamamos el estilo mundano del diablo, el estilo mundano del demonio... Cuando caminamos sin la cruz, cuando construimos sin la cruz y cuando proclamamos a Cristo sin la cruz, no somos discípulos del Señor".
Llama la atención el empleo, por parte de Francisco, de figuras que infantilizan a los fieles (o incluso a los cardenales, a quienes también habló del diablo) y que parecían abandonadas por el lenguaje eclesial. Resulta que ahora el universo se divide entre quienes adhieren al demonio y quienes, en cambio, adhieren a Cristo. ¿Podrán esperarse cambios genuinos por parte de quien se expresa con tamaño simplismo?
Tampoco hay mayores señas de lo que los católicos debieran hacer para luchar contra lo que Francisco llama "el estilo mundano del diablo", aunque algunos indicios permiten identificarlo. Y el resultado no es ni revolucionario ni reformista. Se trata, simplemente, de los viejos y antiguos temas de la Iglesia: la idea de que la riqueza material no es mala en sí misma si ella paga la hipoteca a favor de los pobres, una idea que ha convivido muy bien con el capitalismo rampante (Francisco da el ejemplo: viaja en micro, pide que los empresarios argentinos en vez de ir a Roma a celebrarlo, den el dinero del ticket a los menesterosos, etcétera); de los persistentes temas de moral sexual del Vaticano (desde la prohibición en el uso de anticonceptivos a la condena del matrimonio gay), y de la idea de lo sobrenatural (lo mundano como opuesto a lo celestial).
Esos temas -la caridad entendida no como lucha contra la injusticia sino como ayuda, el acento en la moral sexual, la fe como creencia en otro mundo- se mantendrán incólumes, desengañando a todos los entusiastas que cifran esperanzas que este Papa impulse un catolicismo más cercano al espíritu de las mayorías o, como diría Francisco, de las ONG.
El reformismo doctrinal no llegará. Lo raro es que alguien piense que algo así hubiera podido ocurrir.
¿Alguien de veras cree que, con Francisco, las mujeres accederán al sacerdocio, que los clérigos podrán casarse, que acabará la condena al divorcio y al uso de anticonceptivos, que lesbianas y homosexuales podrán ejercer su sexualidad sin culpa y así y todo aspirar al cielo, que se autorizará el uso de preservativos con fines de anticoncepción y no, como hasta ahora ocurre, como barrera contra el Sida?
¿Alguien creerá que, con Francisco, la Iglesia Católica retomará la vieja idea de Medellín o Puebla según la cual existe un pecado social que se instala en las estructuras, motivo por el cual luchar para cambiarlas mediante la política sería una forma de caridad?
Nada de eso va a pasar.
La Iglesia Católica seguirá alejándose de la sociedad contemporánea, hasta convertirse, como ya ha ocurrido en muchos países, en una creencia de minorías (una contradicción desde que católico equivale a universal). Ello ocurrirá, ante todo, porque hoy día, gracias a la expansión de la autonomía personal la fe, se ha transformado poco a poco en una experiencia reflexiva e individual, algo a lo que las personas adhieren aspirando a una relación con Dios sin mediadores. Este fenómeno -que Peter Berger llamó la protestantización de la religión- se acentuará con una Iglesia más preocupada de defender la ortodoxia de la doctrina que valorar la experiencia de la fe.
La única reforma que el Papa emprenderá -para sacar a la Iglesia del marasmo en que se encuentra- es la que parece inevitable para corregir los severos problemas de corrupción que padece. Los escándalos sexuales, las acusaciones de lavado de dinero, los turbios enredos de poder, y todos esos secretos a voces que la liturgia, los fastos y la puesta en escena de la Iglesia no pueden ocultar.
Cuando Francisco lleve a cabo esa reforma inevitable, la Iglesia Católica mejorará; pero será a costa de una ironía: y es que cualquier ONG preocupada de sí misma ya la habría emprendido hace mucho tiempo.