¿Es correcto, puede justificarse, que la cónyuge del futuro Presidente ejerza de primera dama?
La pregunta viene a cuento, porque en el Gobierno que pronto culmina —o se extingue, que no es lo mismo— el cargo fue suprimido por quien entonces era la pareja del Presidente Gabriel Boric, Irina Karamanos, que rehusó ocupar ese lugar. Y ella misma es la que ha discutido que ese papel vuelva a instalarse:
“Que nuestra política sea presidencialista, no quita que sea contemporánea”, anotó en sus redes sociales Irina Karamanos.
Por supuesto, el debate no es menor, puesto que atañe a una cuestión pública. ¿Cómo se justifica que un vínculo de conyugalidad —o de pareja, o sentimental, o sexual, o todo ello junto— permita acceder formalmente a un lugar en el Estado?
Desde luego, no parece haber razón suficiente. Y en eso Karamanos tiene razón.
Un vínculo de pareja, conyugal o no, es un asunto por antonomasia privado que atañe solo a quienes han enlazado sus vidas. Y por eso escapa, en principio, al escrutinio del público el que no tiene título alguno para husmear en la vida sentimental del presidente u opinar sobre ella o fisgonear, o formular críticas acerca de esa relación. Los vínculos públicos, como, por ejemplo, un cargo ministerial están, en cambio, expuestos al escrutinio de los ciudadanos, quienes tienen todo el derecho a examinar si el presidente hizo bien en escoger a este o aquel ministro o ministra, cómo se ejerce el cargo, si está o no a la altura de lo que de él se espera, si es merecido o si en cambio acreedor de un despido. A nada de eso, desde luego, está expuesto el vínculo conyugal de un presidente. Es verdad, como se ha recordado por estos días, que el cargo de primera dama puede cumplir funciones sociales (paternalistas o asistencialistas, la mayor parte de las veces), y es cierto que esas funciones están sometidas al juicio público; pero en ningún caso el vínculo a cuyo título se ejercen. En rigor, el cargo de primera dama es la irrupción de lo privado en un ámbito que es público por antonomasia y, desde ese punto de vista, constituye una contradicción.
La separación entre el compromiso afectivo y los compromisos públicos, lo mismo que la distinción entre el hogar y el trabajo, son síntomas de una diferenciación de la sociedad que es razonable. Y lo es porque, bien mirado, el hogar y el trabajo responden a códigos y formas de comportamiento distintos. En la esfera pública, a las personas se las debe elegir con base en criterios universalistas adecuados al rol que se trata de proveer; las decisiones respecto de ellas deben ser afectivamente neutras; debe evaluárselas por su orientación al logro y no por el apego sentimental a aquel de quien dependen. Justo lo opuesto de lo que ocurre en las relaciones familiares o afectivas. En estas, el vínculo deriva de relaciones particulares e íntimas; existe un intenso compromiso afectivo (que no excluye las rencillas, desde luego), y la relación no se evalúa por logros u objetivos explícitos. En suma, se trata de ámbitos de las relaciones sociales muy distintos uno del otro y por eso las sociedades, conforme se modernizan, tienden a diferenciar esas funciones.
Por eso, de algún modo, el retorno de la primera dama a la esfera del Estado es un gesto conservador.
Karl Mannheim, el gran sociólogo del conocimiento (vivió en la primera mitad del XX), observó que ser conservador no es lo mismo que adherir a una doctrina conservadora. Mientras esta última se define por un conjunto sistemático de ideas y principios organizativos, el primero es un estilo de pensar frente a la experiencia del cambio moderno. El retorno de la primera dama, junto con el Presidente José Antonio Kast, que ya será entonces presidente, no es así un asunto simple o inocente, el mero retorno de una función asistencialista o paternalista al Estado, sino la expresión de una forma de concebir la relación conyugal y la tarea estatal que asume el hombre (porque la primera dama, como el título lo indica, siempre es mujer) que responde a lo que Mannheim llamaría una mentalidad conservadora.
¿Tiene algo de malo eso? No, por supuesto que no. Salvo que el rol público, y desde luego el presidencial, tiene una función hasta cierto punto paradigmática, una función involuntaria de transmisión cultural. Y en esa medida, no es el hecho que la cónyuge del presidente asuma el papel de primera dama el problema o lo merecedor de crítica, sino la mentalidad que le subyace, reactiva frente a la experiencia del cambio moderno. Es lo que dijo Irina Karamanos (pero presa del estereotipo de lo incomprensible, nadie se detuvo a analizar en serio lo que observó): el hecho de que tengamos presidencialismo no justifica que las relaciones afectivas del presidente tengan, sin más, relevancia y deba aplaudirse que accedan al espacio público.