Probablemente, hoy se cierre un ciclo político que comenzó en octubre de 2019. Con un eventual triunfo de José Antonio Kast, muchas de las consignas que marcaron esos años podrían quedar atrás.
Los traumas dejan cicatrices. Los últimos seis años dejaron huellas profundas en la economía, en la institucionalidad y en la convivencia democrática. Tenerlas presentes es indispensable para comprender el punto en que estamos y el país que heredará la próxima administración, es una manera de ser justos con los que se van y con los que llegan.
En lo económico, el entusiasmo más o menos aplicado por el “anticrecimiento” condenó a Chile a un estancamiento pocas veces visto en nuestra historia. El PIB tendencial se mantuvo bajo el 3% y terminó estabilizándose en torno al 2%, mientras que el crecimiento efectivo fue el más bajo en al menos cuatro décadas. La consecuencia es clara: una tasa de ocupación dos puntos por debajo de la de 2019 y 255 mil empleos menos. Aunque en este período se generaron 392 mil puestos de trabajo, eso fue insuficiente para sostener la participación laboral. Se habría necesitado, al menos, un 65% más. Ese freno estructural limitó significativamente las opciones de progreso de miles de familias.
En materia constitucional, el país vivió un péndulo marcado por presiones y expectativas desmedidas. Tras ser capturado por actores que desde hace décadas responsabilizan a la Carta Magna de todos los males nacionales, el proceso iniciado en 2019 abrió paso a un itinerario que incluyó dos convenciones y dos rechazos contundentes. Aunque el texto vigente no fue reemplazado, sí quedaron instalados quorum de reforma en mínimos históricos, lo que vuelve la Constitución más vulnerable a los ciclos políticos y puede tensionar la estabilidad institucional futura. Lo contrario de lo que el país requiere.
La seguridad pública también enfrentó un deterioro evidente. Consignas como “refundar Carabineros” dañaron la legitimidad y capacidad operativa de la institución en un contexto de creciente amenaza criminal. No es casualidad que, según cifras de la fiscalía, los secuestros hayan aumentado más de un 50% y las extorsiones, un 150% en estos años. El avance del crimen organizado encontró un Estado más débil, más dividido y con menor capacidad de respuesta. Y sobre la debilidad de nuestras fronteras, ya está todo dicho.
El ámbito fiscal, históricamente uno de los pilares del prestigio chileno, tampoco salió indemne. La crítica a la disciplina de décadas anteriores abrió espacio a un aumento acelerado del gasto, financiado parcialmente con deuda. En seis años, la deuda pública se duplicó: aumentó US$ 74 mil millones y pasó del 28% al 43% del PIB. Los fondos soberanos, como el Fondo de Estabilización Económica y Social, se redujeron a un tercio. Y todo esto acompañado de cuatro reformas tributarias que no lograron encauzar las cuentas fiscales. A ello se sumaron presiones políticas hacia el Consejo Fiscal Autónomo, justo cuando alertaba sobre el deterioro financiero del Estado. Hoy, Chile no solo exhibe peores cifras fiscales, sino también una menor voluntad de respetar la institucionalidad que debía ayudar a resguardarlas.
Finalmente, el Estado de Derecho vivió un debilitamiento preocupante. El Ejecutivo evitó cumplir fallos judiciales sobre usurpaciones de terreno —con la situación de San Antonio como caso emblemático—, mientras que el Legislativo insistió en promover proyectos que vulneran la iniciativa exclusiva del Presidente. La práctica de presentar reformas constitucionales para eludir normas básicas, como ocurrió con los retiros de fondos de pensiones, revela un avance del populismo y un menosprecio creciente por las reglas del juego. Nada de esto es inocuo: sin certezas jurídicas, se erosiona la confianza necesaria para invertir, emprender y avanzar.
Es de esperar que hoy se cierre un ciclo. Pero ese cierre no resolverá, por sí solo, los problemas que arrastra el país. La incertidumbre, la fragilidad institucional, la economía estancada, la frontera porosa y la trayectoria fiscal que no asegura convergencia son parte del punto de partida del próximo gobierno.
Porque en realidad, y decirlo es de justicia tanto para con los que se van como para con los que llegan, lo que hay en todas estas dimensiones no son cicatrices de traumas o crisis superadas, sino que heridas todavía abiertas. Sanar de verdad requerirá perseverancia del nuevo liderazgo y responsabilidad democrática de todos.