Uno de los errores o ilusiones que la ciudadanía se hace en tiempos electorales es que la realidad está a merced de nuestra voluntad o a merced de la voluntad de quien elegimos. Por alguna extraña razón esa creencia, mil veces derrotada por los hechos, vuelve una y otra vez cada cuatro años.
Esta vez no será, por supuesto, una excepción. Es cosa de imaginar el discurso de esta noche anegado de entusiasmo, enmarcado en banderas, humedecido de lágrimas felices. Todos imaginando que, por fin, la realidad estará a la altura de los deseos.
Es la fantasía de que los problemas que nos aquejan serán resueltos por la voluntad de quien obtenga la adhesión de la mayoría, Jara o Kast (nombrarlos a ambos viene impuesto por el deber de la imparcialidad, no por la probabilidad que favorece al segundo). Y se verá a quien gane, bañado o inundada, según sea el caso, de entusiasmo. Y la gente, exultante, aplaudirá como si los problemas que, hasta hace unas horas, cuando la cabeza estaba fría, se sabían profundos y necesitados de reformas lentas y de largo plazo, al compás del triunfo se desvanecieran.
Y, sin embargo, por detrás de esa ilusión, todos saben que no será más que eso.
Una fantasía de que la realidad obedece a los deseos.
La vida social transcurre en el tiempo al compás de una cierta inercia que le viene de la cultura, de la historia, de las cosas transcurridas que van dibujando el ámbito de posibilidades de una sociedad. Son la cultura, la historia, las cosas acaecidas (en suma, la realidad previamente existente) las que van dibujando el ámbito de lo posible en las sociedades y no, como en estos días suele creerse, la voluntad de la persona que es elegida. Por supuesto la voluntad de la persona electa no es del todo impotente; pero no cabe duda de que en una amplia medida lo es a la hora de realizar los gigantescos objetivos que en las campañas suelen prometerse como si estuvieran al alcance de la mano.
Por eso hay que tener cuidado (especialmente en días como estos, en que las promesas sencillas abundaron, tanto en Kast como en Jara) en aumentar y hacer crecer las expectativas más allá de lo que se sabe razonable. Porque si algo así ocurre, si, como producto del entusiasmo, se cree verdadero todo lo que en la campaña se escuchó o leyó, o se lo hace creer como si fuera verdadero, entonces la frustración (que siempre acaba acompañando a la política y alimentando el desorden) se erguirá muy pronto.
En uno de sus textos sobre educación Émile Durkheim, uno de los clásicos de la sociología, advirtió acerca de los peligros de lo que entonces llamó “el mal del infinito”. Este mal consistiría en desearlo todo, descuidando lo que por esos mismos días se llamó el principio de realidad. Se trata de un mal, explicaba Durkheim, puesto que la vida siempre exige algún tipo de renuncia. Y por eso si bien es propio de quien ejerce el oficio de la política estimular las expectativas hasta rozar el infinito (¿hay delincuencia? Habrá sosiego total, promete quien aspira al poder; ¿no alcanza a fin de mes? Alcanzará para todos, jura. Y así). Y esa tendencia es fruto del sentimiento y el entusiasmo que el político insufla a su quehacer. Pero la pasión que empuja los grandes logros no es lo mismo que el sentimiento. La pasión debe estar atravesada por el principio de realidad, porque el valor en el que el político cree debe realizarse en el mundo. No se trata, pues, de desear o prometer, se trata de acercar lo que se anhela al suelo de la realidad, y como esta última ofrece resistencia, todo lo que se haga estará siempre por debajo de las aspiraciones que el político promete, sin más, satisfacer. La política consiste, a fin de cuentas, en realizar en el mundo, en este de ahora, lo que se anhela y ello exige ser dócil con los límites de lo real, y por eso el político responsable debe hacer saber de algún modo a la ciudadanía que el principio de realidad existe.
Por eso, fueren de quien fueren los brazos alzados de esta noche, los de Jara o los de Kast, quizá sería un buen síntoma que el discurso que pronuncie, en vez de atizar el fuego del entusiasmo por lo que se sabe irrealizable en el corto plazo, principie a decir la verdad y oriente las expectativas y los esfuerzos hacia lo que es simplemente posible.
Esta noche, en suma, será la hora de la verdad; pero no porque sabremos quién obtendrá la victoria, sino porque será el momento de comenzar a decirla o reconocerla.