Muchos han caracterizado al conservadurismo simplemente como la postura política de quienes quieren mantener el orden vigente. Esta descripción es inadecuada. A veces han procedido de esa manera, pero en otras ocasiones han impulsado transformaciones de gran envergadura, como la que llevó a cabo Ronald Reagan a partir de 1980.
Si bien el conservadurismo no es solo una actitud, sino que también es una doctrina, no cabe duda de que existe algo así como una actitud conservadora, que, curiosamente, no es patrimonio de los conservadores doctrinarios. Así, entre los liberales, Bello es más conservador que los Amunátegui; Hayek mucho más que Friedman y, dentro de la izquierda, los radicales, a pesar de su nombre, mostraron en el siglo pasado un talante más conservador que los socialistas.
Hoy, que ha vuelto a hablarse de esta doctrina política, podríamos preguntarnos: más allá de sus ideas, ¿qué es lo propio de una actitud conservadora?
Un rasgo básico de ella consiste en entender la política como una actividad propia de la razón práctica y mostrar una verdadera alergia ante las actitudes hiperintelectuales y las fórmulas utópicas. Para la mentalidad conservadora, la política es una actividad eminentemente práctica. Por eso, los conservadores suelen ser vistos como gente no muy lúcida ni culta por parte de los amantes de novedades. Los liberales norteamericanos se reían de Reagan o de Bush padre, a quienes consideraban poco inteligentes, lo que revela una concepción muy unilateral de la inteligencia humana.
En segundo lugar, los conservadores establecen una suerte de presunción en favor de las instituciones. No resulta razonable exigirle a la propiedad privada, el parlamentarismo bicameral o la familia que defiendan su utilidad. Más bien, quienes tienen la carga de la prueba son los partidarios de abolirlas. Y si no nos entregan muy buenas razones, no estaremos dispuestos a discutir la conveniencia de eliminar instituciones que muchas veces han mantenido la humanidad durante milenios. A diferencia de lo que quieren los progresistas, las instituciones son justas mientras no se demuestre lo contrario. ¿Pueden cambiar? Sí, pero no al son de las modas y presiones de los exaltados.
También caracteriza el talante conservador el mantener un cierto escepticismo sobre las virtudes de nuestra política para hacernos felices. La política es solo la política y el Estado nada más que Estado: “Siempre que el hombre ha querido hacer del Estado su cielo, lo ha convertido en su infierno”, dice Hölderlin.
No es de extrañar, entonces, que la actitud conservadora prefiera las reformas a las revoluciones. Cuando un progresista oye la palabra “revolución”, la asocia a otras como “libertad”, “futuro” y “fraternidad”. El conservador, en cambio, piensa en las revoluciones reales y las vincula a términos como “huérfanos”, “incendios”, “robos”, “cárceles” y “violaciones”.
Otra nota típica de la actitud conservadora es valorar el clima político. La democracia y la política misma son plantas muy delicadas. Para crecer, ellas requieren una tierra que está dada por las buenas maneras, las palabras cuidadosas y el respeto a la herencia religiosa recibida de los antepasados. Sin un clima adecuado la política no podrá prosperar, y ese clima es aportado por instancias extrapolíticas a las que debemos proteger.
La actitud conservadora no nos dice nada respecto de los contenidos mismos de su doctrina, pero sí nos permite atisbar algunos de los peligros a los que está expuesta. Ellos no son, en principio, los que sus críticos imaginan cuando los describen utilizando una imaginación propia del mundo de las pesadillas.
Uno de los peligros de la actitud conservadora ha sido descrito por Bernard Crick, un socialista de talante conservador. Se trata de su tendencia a “estar por encima de la política”. Lo suyo es defender el orden del Estado o el mercado y mantener a raya a esos revoltosos que son los políticos. Esa actitud los lleva a recelar de los partidos y puede moverlos a hacer alianzas con quienes tienen los mismos adversarios.
Este estilo no político puede hacerlos caer fácilmente en argumentaciones puramente morales o económicas, según el caso. La moral y la economía son fundamentales, pero es necesario emplear también modos políticos de razonar, que se vinculan con el tipo de sociedad que promueven las decisiones que se adopten en la legislación o el gobierno.
Por otra parte, su sentido práctico, que es su gran fortaleza, puede derivar fácilmente en un burdo pragmatismo. Este peligro se ve en ciertos conservadurismos un tanto darwinianos, frecuentes en el mundo anglosajón. Ellos son muy cuidadosos para respetar las libertades políticas y económicas, pero carecen de sensibilidad respecto de los más débiles.
Las virtudes conservadoras, en suma, son muy sanas si se quiere mantener el orden social y fomentar el respeto a la legalidad en épocas turbulentas. Pero, como todo lo humano, no están exentas de riesgos. Es frecuente que los países confíen en los conservadores cuando se encuentran ante situaciones de emergencia; pero es necesario que estén atentos para evitar que, por causa de la emergencia, terminen por descuidar precisamente los bienes que buscan defender. La confianza que el país parece querer depositar en ellos no solo constituye un honor y el premio a un buen trabajo: también envuelve una responsabilidad.