La toma de San Antonio plantea varios problemas de interés público sobre los que vale la pena reflexionar, siquiera brevemente.
No se requiere ningún espíritu especialmente evangélico para advertir que ninguno de quienes viven allí, o casi ninguno, está en esa toma por espíritu deportivo o por la intención directa de defraudar la ley. Todos, o casi todos, o la mayoría, están allí porque carecen de un lugar donde vivir, un sitio que sentir suyo en el que sentarse por las tardes o donde criar a sus hijos. La pobreza de esa toma (como la de todas) no es la pobreza consentida de un asceta, ni la sencillez despojada de un cura de veras, ni una experiencia temporal de alumnos ignacianos, sino la pobreza desgraciada que es propia de un proletario o un marginal. Por eso hay algo de simplismo cuando se mira este problema como un asunto de incentivos: cuando se expropia el terreno ocupado por esta toma —se dice— habrá incentivos para que otras personas procedan a hacer lo mismo. Bien, aceptemos esa versión algo tonta y básica del esquema neoclásico; pero ¿para quién sería un incentivo hacer eso? Es obvio, solo lo sería para quienes anhelan escapar de vivir en la calle o de allegados en una pieza. Hacer eso es racional (racional en el sentido neoclásico) solo para quien tiene una situación de marginalidad. Y de ser así, ¿acaso no debiéramos pensar en lo que pudo ocurrir para que una marginalidad de esa índole se haya masificado tanto entre nosotros después de que hubo un momento en que pareció no existía? ¿O acaso se cree que todo esto es solo cosa de mafias y de migrantes como a veces se insinúa?
Se ha reparado poco en el hecho de que hace dos décadas, la sociedad chilena parecía haber dejado atrás, o estar a punto de dejar atrás, este tipo de carencias y de marginalidad total. Y, sin embargo, ahí está la toma de San Antonio y las decenas de otras que hay por todo el país. Mientras esta pobreza se extendía poco a poco, la sociedad chilena —lo hemos olvidado, pero es hora de recordarlo— discutía encendidamente, y todavía lo sigue haciendo, sobre la gratuidad en la educación superior, transformando a quienes acceden a ese nivel educacional (y que al hacerlo mejorarán inevitablemente su lugar en la estructura de ingresos) en las grandes víctimas y postergados del sistema. Es sorprendente la facilidad con que la sociedad chilena se encandiló con un problema (el lucro aquí y allá, la necesidad de una educación de distribución gratuita y universal) y oscureció y sumió en las sombras a otros. Y es más sorprendente todavía cómo más tarde, a inicios del gobierno que ahora acaba, se puso el acento en particularismos de diversa índole que desvían la mirada de los grandes problemas transversales o universalistas, el principal de los cuales (es de esperar que la izquierda haya caído en la cuenta de que fue un error olvidarlo) es y sigue siendo, a pesar de su disminución, la pobreza, es decir, la carencia de condiciones materiales para llevar una vida mínimamente autónoma. Sí, es cierto, el género es, muchas veces, una fuente de discriminación, lo mismo que la orientación sexual o el origen étnico, pero por sobre todos ellos se encuentra la pobreza. Y es increíble que cuando la sociedad chilena ha estado en mejores condiciones para superar la más extrema, y luego de haberla reducido, fue justo el momento en que desvió la mirada a las nuevas generaciones, como si ellas, en vez de tener oportunidades, fueran las grandes postergadas.
Por eso hay que tener cuidado en juridificar el problema de la toma de San Antonio. Por supuesto que hay allí problemas jurídicos de envergadura (desoír sentencias judiciales o escamotearlas mediante decretos expropiatorios que no transfieren sin más la posesión al Estado son solo algunos de ellos), pero por sobre todo hay el hecho consumado de la pobreza.
En 1981, en la Sala Bulnes, Juan Radrigán estrenó una obra en la que una pareja de pordioseros vivía en una propiedad ajena, a las orillas de un río, y eran desalojados por un vigilante que era, a su vez, humillado por su patrón. La obra era más bien cruda, pero, explicaba Juan Radrigán, no podía ser de otra forma, puesto que vivir con dignidad era, dijo, la tarea más dura que se puede imponer un ser humano.
Llamó a esa obra “Hechos consumados”. Quizá sería hora de que se la reestrenara.