La prohibición de divulgar encuestas en la época inmediatamente anterior a la elección es de esas reglas que parecen ideadas para ejecutar lo que se llama heterogonía de los fines, uno de los rasgos más propios de la condición humana que advirtió tempranamente San Pablo: no hago el bien que quiero y sin embargo hago el mal que no quiero (Romanos 7, 19-25).
No cabe duda de que la regla persigue un objetivo, a primera vista, valioso: impedir que mediante la divulgación de encuestas que predicen esto o aquello se pueda influenciar al electorado difundiendo éxitos o fracasos prematuros.
El problema es que como no se puede impedir (aunque se quiera) que las comunicaciones en las redes sociales divulguen resultados de encuestas o los simulen o los inventen, en realidad los únicos de veras afectados por la prohibición son los medios de comunicación masivos, periódicos y televisoras.
Y ahí está el problema.
Porque ocurre que los medios masivos, la prensa y la televisión, son hoy de los pocos antídotos contra los bulos o las llamadas fake news que circulan en las redes. La prensa y la televisión cuando son serias (la mayor parte aún lo es) cumplen como una de sus más importantes funciones hacer el escrutinio de lo que circula en las redes, en esa esfera ampliada de la opinión pública en la que, al estar fragmentada y ser anónima, se puede echar a rodar cualquier cosa.
Al prohibirse entonces la divulgación de resultados de las encuestas, no se alcanza en lo más mínimo favorecer la reflexión de la ciudadanía que es lo que ingenuamente se arguye, entre otras razones igualmente erradas, para justificar la medida. Lo único que se logra, en vez de que la gente reflexione —no vale la pena engañarse—, es que resultados de la más variada índole empiecen a circular por las pantallas con total impunidad, hipnotizando a esa legión de personas que no tienen nada mejor que hacer, ni más útil o que les despierte su alicaído interés, que gastar su tiempo mirando las redes en el teléfono, y reproduciendo lo que vieron o mimetizándose con ello, sin que los medios puedan proveer criterios o predicciones responsables o hacer el escrutinio de todo lo que, sin control, se pone a disposición del público.
En suma, queriendo alcanzar un resultado se logra el opuesto.
Es probable que la prohibición descanse en un mal diagnóstico de lo que ocurre hoy con la circulación de la información.
Hoy día, bien mirado, el problema es la sobreabundancia de información, de manera que lo urgente es contar con un criterio que permita orientarse en medio de ella y evaluarla. Y esa tarea es el deber de los medios masivos, de la prensa y la televisión (además de la tarea de las universidades y del sistema de justicia que zanja las discrepancias acerca de quién obró lícitamente o no). Y en ello descansa el valor de los medios y del periodismo que en ellos se ejerce, no en dar información, sino en proveer criterios y puntos de vista plurales para poder discriminarla. Hoy día las legiones de adictos a las redes (casi todos), en vez de asistir a los distintos argumentos que circulan y detenerse a evaluarlos, padecen eso que se llama sesgo de confirmación: buscan y leen aquellos que reafirman lo que ya creía, sus prejuicios o puntos de vista preexistentes. Se tiende así a acceder a las redes no para formarse una opinión, sino en busca de confirmar la que ya se tenía.
Pero ahí tiene usted, gracias a la prohibición de divulgar encuestas, la probabilidad de que circulen en las redes encuestas verdaderas o falsas y se divulguen y se echen a correr sin control alguno se acrecienta. Y todo ello sin que los medios puedan divulgar y someter a escrutinio las más responsables, aquellas donde al menos hay alguien que dice cómo se recogieron los datos, cuán representativas son (las menos lo son) y las comparen entre sí, contribuyendo de esa manera, si no a una reflexión, a un mínimo escrutinio racional.
Así entonces la prohibición de divulgar encuestas se parece bastante a una tontería. No es maldad, es tontería. Un malo se diferencia de un tonto en que el malo simula hacer algo bueno cuando en realidad persigue lo opuesto, en tanto el tonto no simula, hace lo que hace con toda sinceridad y convencido de que está muy bien.
Y es lo que parece estar ocurriendo con esta prohibición que parece, a quienes la idearon y deciden mantenerla, que está muy bien y que merece aplauso y que es digna de admiración, cuando es obvio que es justamente lo contrario.