Lo peor que podría ocurrir es que, como consecuencia del desaguisado en el caso SQM, se comience a descreer del actual diseño que posee el proceso penal.
Por supuesto es simplemente increíble que un conjunto de personas estuviese expuesta a una investigación penal y un posterior juicio que, en conjunto, han durado más de una década. Y si el adjetivo no estuviera suficientemente manoseado (incluso por quienes ni siquiera han ojeado ni El Proceso, ni El Castillo, ni La Condena), habría que decir que una situación como esa es kafkiana. En cualquier caso no hay duda de que si Kafka hubiera vivido en Chile y presenciado este juicio y lo hubiera descrito sería un escritor indudablemente realista.
Bien. Pero, ¿a qué se debió?
Desde luego, no hay que olvidarlo, el caso estuvo envuelto en un diagnóstico (por esos años ya generalizado) según el cual la sociedad chilena estaba en manos de una élite ambiciosa y rica que teledirigía la vida colectiva. El dinero y el lucro lo infectaban todo, desde la adopción de una ley al comportamiento de los políticos, los que, por debajo de su adscripción a la derecha o a la izquierda, eran teledirigidos, se decía, gracias a los primeros. Y de pronto apareció el caso SQM y ese diagnóstico pareció confirmarse, ¿acaso no probaba lo que se había venido diciendo? ¿No era SQM la mejor prueba de que oscuros designios que venían de la dictadura seguían imperando? Todo esto llegó a ser lugar común alimentado, tampoco vale la pena negarlo, por la prensa. Una muestra de ello es el hecho que se acumularon casos entre sí heterogéneos como si todos respondieran a un mismo fenómeno global, el financiamiento ilegal de la política, olvidando que en derecho penal no existen los delitos globales, los fenómenos totales, sino conductas individuales. Los fiscales naturalmente vieron en el caso algo que hubo de inundar sus fantasías y galvanizar su vocación y su anhelo de reconocimiento público: luchar contra el poder, situarse en el centro de la escena pública luchando contra los poderosos hasta acabar con el contubernio que lo constituía.
Es probable que ello explique que muchos fiscales se confundieran (y aún se confundan) y en vez de concebir su labor con ascetismo, con sobriedad racional, con reflexión y sin ira, crean de pronto que su papel es de pedagogos morales que auscultan la vida social para descubrir y perseguir conductas desviadas. Una convicción como esa (que fue muy intensa en los inicios de este juicio) acaba nublando la fría racionalidad que un rol como ese debe poseer y que cuando existe evita, a quienes lo desempeñan, dejarse arrullar por el aplauso de la opinión pública que nunca ha sido amiga, y que es más bien enemiga, de la justicia (porque la justicia pone racionalidad imparcial allí donde la opinión pública decide por anticipado. La justicia limita la opinión pública en vez de servirla).
Se encuentra también el papel de los jueces que debieron ser más severos en la conducción del juicio y de sus etapas. Es verdad que el proceso penal (al revés de lo que se creía cuando era inquisitivo) es adversarial, pero ello no significa que las partes, el fiscal o la defensa, puedan disponer de la institución hasta desfigurarla, o que los jueces puedan incurrir en un mero ritualismo, es decir, en conferir valor intrínseco a los medios, olvidando los fines tras cuya consecución se ordenan (en este caso y haciendo pie en que el juicio es oral, se llegaron a leer decenas sino cientos de facturas, en sesiones interminables que tuvieron a las partes esclavizadas frente a la pantalla que transmitía por Zoom).
Es cierto que en este caso hubo conductas incorrectas (es incorrecta desde luego la connivencia o complicidad entre empresarios y políticos —no la coincidencia que es obvia y legítima, sino la connivencia—); pero, como saben los juristas, de allí no se deriva sin más la verificación de un delito en sentido jurídico penal. La labor del derecho y de los jueces es decidir técnicamente si se infringió o no la ley, no adherir a los diagnósticos globales acerca de las élites y su papel en la vida social. Los jueces, en otras palabras, no juzgan ni deciden si alguien obró bien o mal, si acaso su comportamiento es cívico o incivil, o si su comportamiento es moral o inmoral, nada de eso. Los jueces tienen la tarea de decidir si la conducta de quien es imputado coincide con la descripción que la ley penal hace del delito. Si no hay coincidencia, el deber del tribunal es absolver.
Es lo que decidió el tribunal en este caso. Y el deber de todos es aceptarlo.
Decir que los jueces obraron mal al resolver como lo hicieron o que su decisión confirma una impunidad contra la que hay que seguir luchando, no le hace bien al derecho ni a las instituciones.