Un viejo proverbio ruso, que Reagan transformó en una regla en sus negociaciones con la Unión Soviética, recomendaba “creer, pero verificar” (Trust, but verify). En tiempos de estrechez fiscal, los márgenes para tolerar nuevos errores de estimación desaparecieron. Sin embargo, el Presupuesto 2026 parece construido sobre la idea contraria: que siempre habrá espacio para un poco más de optimismo, un poco más de gasto y un poco más de credulidad imprudente.
Las cifras que el Gobierno ha entregado en el marco de la discusión del Presupuesto 2026 hay que revisarlas con cautela. No solo por la deficitaria situación fiscal del país —que no deja margen para nuevos errores—, sino también por la debilitada credibilidad de esta administración en materia de estimaciones de ingresos y de su también débil capacidad para contener presiones de mayor gasto. Tres años consecutivos de errores en esta materia ya constituyen una “trayectoria consistente”, de la que todos debiésemos estar advertidos. Me imagino al capitán del Titanic pidiendo confianza y fe después de haber chocado tres años seguidos con el mismo iceberg.
A la ya cuestionada capacidad de proyección de los ingresos y a la cada vez más reducida posibilidad de contener el gasto, ahora se suma una “innovación metodológica” introducida por la Dirección de Presupuestos en la forma en que se presentan las cifras. Se ha querido presentar como una innovación, pero en realidad se trata de un error. Y con ese error, el resultado final podría ser que el Gobierno termine negociando, a fines de año, un reajuste a las remuneraciones del sector público para el cual el Presupuesto enviado al Congreso simplemente no incluye los recursos del caso.
Mi punto aquí no es discutir si debe haber o no un reajuste, sino de advertir que, si el Gobierno decide proponerlo, tiene la obligación de explicar con claridad cómo se financiará. Más aún, considerando que quien lo negocie —el Gobierno saliente— no será quien deba pagar un eventual compromiso desfinanciado. Si bien el Congreso no puede aprobar proyectos que no tengan financiamiento, la realidad nos ha enseñado que el papel aguanta todo. El déficit crónico que hemos venido registrando, en parte al menos, se debe a que las fuentes de financiamiento de los cambios legales no terminaron siendo tales y/o que el costo fiscal terminó siendo bastante más alto.
Para dimensionar el problema potencial, basta recordar que el costo total de la Ley de Reajuste del año pasado implicó un gasto fiscal adicional del orden de los US$ 2.000 millones, recursos que estaban contemplados en la Ley de Presupuestos vigente. Para 2026, en cambio, si bien el Tesoro Público mantiene una reserva para eventuales gastos durante el año —como la aprobación de nuevas normas que requieran recursos fiscales, por ejemplo, la ley de sala cuna universal, o bien gastos previsibles que no se incorporaron en las partidas, como el aumento de la cotización previsional de los funcionarios públicos tras la reforma de pensiones—, dichos montos no alcanzan para financiar un reajuste de magnitud similar al último entregado.
A esto se suma un panorama de ingresos incierto. A medida que avanza el año, se hace cada vez más evidente que los ingresos fiscales no alcanzarán las proyecciones oficiales. Aunque el Gobierno ha ido ajustando a la baja sus estimaciones —de un crecimiento real de 7,6% a 6,8% en el último trimestre—, la cifra sigue siendo optimista. Según advirtió esta semana el Consejo Fiscal Autónomo, para cumplir la meta proyectada, la recaudación entre septiembre y diciembre debería crecer 7,2% real anual, algo difícil de compatibilizar con el 6,5% acumulado en los primeros ocho meses. Para quienes aún tienen fe en las cifras oficiales, digamos que se necesitaría un milagro.
Así, el próximo año partiríamos desde una base más baja, con ingresos menores en torno a US$ 1.400 millones. Y, como ha ocurrido con las múltiples reformas tributarias de la última década, es legítimo dudar de que la mayor recaudación proyectada efectivamente se materialice. Para 2026, el Gobierno estima que la Ley de Cumplimiento Tributario (2024) aportará un 0,73% del PIB. Sin embargo, el Fondo Monetario Internacional ha advertido que este tipo de reformas suelen recaudar apenas una tercera parte de lo proyectado. Si ese fuera el caso, los ingresos estarían sobreestimados en alrededor de US$ 1.800 millones.
En otras palabras, el exceso de optimismo podría significar que cerca de US$ 3.300 millones simplemente no lleguen a las arcas fiscales el próximo año, lo que aumentaría aún más el déficit, llevándolo a casi US$ 9.000 millones. Si a eso se suma un eventual reajuste al sector público con un costo similar al del año pasado, el déficit podría bordear los US$ 11.000 millones, equivalente a un 13% de los ingresos estimados para 2026. Nada despreciable.
Es indispensable que durante la discusión presupuestaria el Gobierno transparente la real disponibilidad de recursos con la que contará la próxima administración. La credibilidad fiscal no se recupera con metodologías nuevas ni con optimismo en las proyecciones, sino con responsabilidad, rigor y coherencia entre lo que se promete y lo que efectivamente se puede financiar. Sobre todo, cuando estamos en los descuentos de esta administración y la contención de gasto que esta ha anunciado en distintas oportunidades, no se ha materializado.