Si se examinan las palabras de los dirigentes políticos de diverso signo en todo el mundo, es fácil constatar que, en el fondo, no saben qué hacer con los pobres. La pobreza nos aparece por todos lados. Es como la hidra de Lerna, esa serpiente gigante con múltiples cabezas que, según el mito, regeneraba dos cabezas por cada una que se le cortaba. Solo Hércules pudo vencerla, pero ¿tenemos en Chile a alguien con semejantes poderes?
Atendido lo anterior, la publicación de Dilexi te (“Te he amado”), el primer documento amplio de León XIV, es muy oportuna, porque las estadísticas son aterradoras. Basta ver el alza constante de los campamentos. Actualmente, hay 1.428, distribuidos a lo largo del territorio nacional, donde habitan 120.584 familias (Techo-Chile). Sin embargo, la extrema pobreza tiene muchas otras manifestaciones. Los niños vulnerables eran la gran preocupación de Sebastián Piñera, pero fueron sepultados por el 18 de octubre, la pandemia, y las distintas prioridades de las políticas posteriores.
Con todo, ya antes teníamos un problema muy serio. Basta con leer “Política y crisis social”, el libro que recoge una selección de columnas de Gonzalo Vial, para darse cuenta de que las dificultades actuales se han incubado por décadas sin que alguien parezca habérselas tomado en serio: educación inicial, segregación urbana, abuso del alcohol, desintegración de la familia, hacinamiento en las viviendas. Es sorprendente, por ejemplo, la superficialidad con la que hemos abordado las cuestiones relativas a la familia, como si ella no fuera una enorme ayuda para salir de la extrema pobreza.
A pesar de todo, en las discusiones de los candidatos presidenciales, la pobreza no parece merecer una atención proporcionada a su importancia. Estamos tan asustados por la inseguridad, la crisis migratoria y el estancamiento económico que todo conduce a que los pobres tengan que seguir esperando.
Los candidatos se esfuerzan por marcar diferencias, ¿sería mucho pedirles que precisamente en esta materia se presentaran unidos? Sabemos que sus propuestas para enfrentar este problema son muy diferentes, pero al menos podrían mostrarnos a los chilenos que esa es para ellos una prioridad primerísima.
La pobreza tiene, ciertamente, una dimensión política. No da lo mismo qué prioridades se establezcan o qué política económica se ponga en marcha, porque la propia experiencia latinoamericana muestra que los resultados son muy distintos. Pero también presenta una faceta cultural y personal. En nuestras sociedades, los pobres están muy lejos. Incluso en el caso de que alguien quiera dedicarles una atención especial, probablemente no sabrá cómo hacerlo: los pobres y sus barrios nos asustan. Parece mejor no acercarse a ellos, vivir como si no existieran.
La propia geografía de las ciudades nos hace ver que están concebidas al estilo de unos mundos segregados.
Existe toda una cultura que contribuye a separar a los pobres, no solo desde el punto de vista geográfico, sino también a apartarlos de nuestras mentes. ¿A cuántas personas pobres conocemos de verdad? ¿Con cuántas hemos mantenido una conversación significativa en el último año?
Hay situaciones especialmente dramáticas, como la de los haitianos. Con ellos no tenemos ni siquiera un idioma en común y, en el mejor de los casos, podemos decirles “buenos días”, pero resulta imposible mantener una comunicación más plena. No porque nos falte buena voluntad, sino porque ellos y nosotros carecemos de las necesarias palabras.
Estos son males que afectan a izquierdas y derechas por igual. Muchos jóvenes son conscientes del drama de la pobreza, pero como no saben qué hacer con él, recurren a la fácil solución de votar por el Frente Amplio o alguna otra agrupación de izquierda. Esto les permite tener la conciencia tranquila mientras llevan una vida cómoda y burguesa.
En la derecha, se piensa que son tan claras las ventajas de la economía libre en la eliminación de la pobreza, que ellas nos dispensan de la obligación de hacer algo en el terreno personal. En uno y otro caso, los pobres son responsabilidad del sistema, sea del Estado o del mercado. Ambas posturas los dejan fuera de nuestra vida.
Mientras tanto, ellos y ellas, izquierdistas y libremercadistas, pueden llevar una vida frívola, insensible a las necesidades de esa gran masa de chilenos y extranjeros que no pueden decir que nos hallamos en una copia feliz del edén. Hasta el lujo insultante y el dispendio se justifican con el pretexto de que son un modo de crear fuentes de trabajo.
En ese contexto, las palabras del Papa vienen a despertarnos. Su mensaje no está dirigido simplemente a los creyentes, aunque con ellos es especialmente exigente. Reflexiones como esas deberían conmover a cualquier persona que tenga el corazón bien puesto. Leer Dilexi te puede ser un ejercicio muy peligroso, porque lleva a plantearse una pregunta poco habitual: “¿Estoy dispuesto a hacerles un lugar a los pobres en mi vida?”. Es difícil que la política pueda entregar una respuesta distinta a la que damos los chilenos de la calle a esa cuestión fundamental.