La migración se ha tomado la agenda política de manera vertiginosa; reflejo de que es una de las más importantes preocupaciones ciudadanas, particularmente en las regiones del norte.
Desde la prehistoria a nuestros días las personas nunca han dejado de trasladarse, de habitar nuevos territorios, de migrar. Tan antiguo como aquello es el temor de los residentes ante la llegada de esos otros que vienen de lugares extraños.
Tenemos derecho a gobernar la migración de un modo que defienda la comunidad que ya somos, pero nuestras respuestas deben ser acordes con la comunidad que decimos y que aspiramos a ser. La crueldad, lo sabemos en carne propia, puede marcar nuestra historia y nuestra memoria tanto como el miedo. Por ello, estamos obligados a establecer una política migratoria conforme a estándares morales que nos permitan seguir mirándonos al espejo y sosteniendo que somos una nación que respeta la igual dignidad de todas las personas (no solo de los chilenos), como declaramos en el artículo primero de nuestra Constitución. A la vez, esa política debe aplacar la sensación de amenaza que nos invade.
Entre las razones morales para tener control migratorio, la más clara es la de evitar el ingreso de extranjeros cuyos antecedentes permiten sospechar fundadamente que delinquirán en nuestro territorio. ¿Hay otras razones para prohibir el ingreso? ¿Debemos siquiera dar una razón? Si decimos ser una comunidad que respeta la igual dignidad de toda persona, estamos obligados a dar una razón cuando negamos un derecho o una autorización, incluso a aquel que viene de otras tierras, buscando libertad u oportunidades. No somos un club de amigos, que puede negar la membresía discrecionalmente. El “porque ya somos muchos” no parece ser una razón suficiente, pues el migrante siempre nos responderá que aquí hay más y mejor espacio que aquel que había en su terruño. En la comunidad que decimos ser, todos de igual dignidad, nadie puede tampoco esgrimir como razón que unos, los de adentro, son mejores que los que esperan en la puerta. El “porque yo o mis ancestros llegaron antes que tú” tampoco parece ser una razón moralmente poderosa, pues llegar antes no suena a un título de precedencia muy aceptable; particularmente para aquellos que desprecian el mismo argumento cuando lo invocan los pueblos originarios. Tampoco los migrantes vienen a reclamar nuestras tierras o nuestras casas, sino a competir por oportunidades. No cabe administrar el territorio del país con las reglas de una propiedad privada.
Las razones que se esgriman para cerrar o restringir las fronteras deben entonces ser objetivas, superar un estándar moral mínimo y respetar el principio de la igual dignidad de toda persona. Con todo, ellas no pueden desconocer que una migración masiva o descontrolada causará tal descontento que facilitará el camino para que nacionalismos, populismos y xenofobia amenacen la comunidad respetuosa de la dignidad humana que decimos ser. El estándar moral que cabe exigir de los líderes políticos no aspira a desatender los climas de opinión que generan determinadas políticas. Ya sabemos los golpes de péndulo a los que conduce el buenismo.
Pero nuestro problema no es tanto a cuántos extranjeros admitiremos como residentes, sino qué hacemos con los que ya entraron y permanecen ilegalmente. ¿Tenemos título moral para expulsarlos? Una política razonablemente accesible de admisión regular nos da derecho a sancionar a aquel que ingresa quebrantando nuestras reglas de ingreso. Sin embargo, ello no equivale a que tengamos derecho a expulsar a todo extranjero que no esté con sus papeles al día. Entre ellos, hay quienes ingresaron con visa temporal que no han podido renovar por la burocracia estatal; hay quienes ya han formado familia y sus hijos ya han echado raíces entre nosotros. Hay quienes pueden acreditar años de emprendimiento honesto en nuestro suelo. Para ellos, la sanción de expulsión parece desproporcionada. En materia de migración ilegal no hacer distinciones es la puerta de la injusticia.
Para hacer y aplicar estas distinciones el Estado no tiene otro camino que penetrar el mundo de la ilegalidad y empadronar. Debe hacerlo, además, porque allí donde no hay reglas ni Estado, rige siempre el abuso del más fuerte, caldo de cultivo para las redes delictuales, la explotación sexual, la trata de personas y las mafias. Nuestra mayor amenaza no radica en la migración, sino en su descontrol.