Almorzamos un amigo y yo. Apenas sentados, él se expresó sobre su mujer, con adjetivos extraordinarios, una alabanza devota.
Las mujeres abordan tareas simultáneas, me dijo, aportan su gran intuición, se ocupan de los suyos, son grandes administradoras, más rápidas. Me contó que su amada se levanta a las 07:00 y parte a administrar una importante empresa. Y concluyó: “¡Son mucho más inteligentes que nosotros!”.
Le pegó justo a un sentimiento que me ha estado invadiendo progresivamente. Yo creía que, gracias al e-mail, el Zoom y el cariño, yo iba a ser el eje, el nodo, de las comunicaciones en mi enorme familia. Falso. Es mi mujer quien se concentra en organizar encuentros, celebrar cumpleaños, aniversarios de matrimonio, y la confidente de nietos y nietas. ¡Qué habilidad, qué lazos!. Comentamos con mi amigo esa experiencia que nos está vedada, el embarazo, el parir, el amamantar. Algo corporal. ¡Qué misterioso! Y no es cosa de ser o no ser feminista.
Sorpresa: ese mismo día, “PlosBiology” publicó un entretenido estudio: “Chimpancés aprenden a relacionarse gracias a su mamá, no su papá” (DOI: 10.1371/journal.pbio.3003270). Joseph Mine, de la U. de Zúrich, Suiza, encabezó el equipo investigador.
Estudiaron a 22 chimpancés salvajes mayores de 10 años en el parque Kibale, en Uganda. (Parientes nuestros). No hablan, pero se comunican con señales vocales. Las grabaron. También los gruñidos, ladridos y gemidos. Y tomaron nota de movimientos de brazos, la dirección de la mirada, posturas.
Compararon sus vocalizaciones y sus lenguajes corporales con los de sus madres y también de sus parientes maternos. “Se parecían mucho”. ¡Pero no se parecían con los de sus padres ni de sus parientes paternos! Bueno, los chimpancés padres no contribuyen a la crianza; de esto se encargan las madres.
Descartaron que la influencia materna fuese una manifestación de la genética compartida, decidieron que se trataba de un aprendizaje social, tal como los humanos aprendemos el lenguaje. Joseph Mine dice: “Vemos que algunas mamás chimpancés tienden a generar muchas combinaciones de gestos y vocalizaciones; otras, pocas. Y sus descendientes terminan comportándose como sus madres; aparecen tendencias según cada familia”.
(Mi mujer es medida en su conversar, lo que agradezco, y nuestros hijos e hijas no son parlanchines). Pero no puedo atribuirles solo a las madres el lenguaje de la prole. Recuerdo a mi querido papá y cómo de niño yo imitaba sus dichos y gestos. Hasta hoy me brota el “¡Puchas, Diego!”, que él decía, ignoro por qué. Y el espejo me devuelve cada vez más su imagen. Es que él me regaloneaba también.
Así es que, tal como dice el estudio suizo, debido a que la transmisión del lenguaje no tiene que ver con la genética, sino con el aprendizaje social, la cercanía cuenta. Y eso también vale para la diversidad de familias y relaciones de paternidad y maternidad.
Así es que yo también tengo que ver. Soy el otro eje del rodar familiar. Pero todavía mi mujer es más: engendró.