En estos días de competencia política en la izquierda, y seguramente como consecuencia del buen desempeño de Jeannette Jara, se ha puesto de moda, o casi, el tema del anticomunismo. Pero ¿en qué consiste exactamente? ¿Y qué tiene de malo?
Tal vez sea útil distinguir dos sentidos básicos del anticomunismo.
Uno de ellos consiste simplemente en ser opositor a las creencias o principios, según se prefiera, promovidos por el PC o sus ideólogos. Entre ellos se cuenta una cierta manera de concebir la estructura social cuyo factor fundamental sería la existencia de una clase asalariada que es despojada del valor que, sin embargo, produce; una concepción de la democracia como una forma de gobierno ejercida para el pueblo, pero no necesariamente por el pueblo sino, llegado el caso, por el Partido; la idea de que el Partido es el representante ante todo de los intereses de una clase que, bien mirados, coincidirían con los intereses universales; la convicción de que la violencia es, en ocasiones, inevitable; la fe en que la historia tiene un cierto sentido, entre otros. Oponerse a estas ideas por considerarlas erróneas o simplistas, o derogadas por la experiencia, es una forma de anticomunismo al que podría llamarse un anticomunismo racional.
Otro sentido del concepto de anticomunismo —esta vez irracional— alude ya no a una oposición a las ideas comunistas, sino al propósito de excluir o apartar —y en ocasiones, como lo muestra la historia reciente de Chile, a exterminar— a quienes suscriben o endosan esas ideas del juego o de la competencia política.
En suma, una cosa es oponerse a la ideología que anima al PC; otra cosa es oponerse a que quienes la suscriben participen de la vida política.
Se trata, como cualquier persona advierte, de cuestiones muy distintas.
Mientras hay muy buenas razones para ser anticomunista en el primer sentido, es decir, para considerar la ideología como errada y conducente a consecuencias dañinas de las que la historia da muestras flagrantes (entre las cuales se cuenta la supresión de la competencia política allí donde ha accedido al control del Estado); no hay ninguna admisible para excluir ex ante a los comunistas de la vida política o de la competencia pacífica por el poder.
Pero —se dirá— ¿acaso no es suficiente haber arribado al convencimiento de que las ideas del Partido Comunista son erróneas para contar con una buena razón para excluirlo de la competencia? ¿No será entonces que el primer sentido del anticomunismo (la convicción de que sus ideas son erróneas) conduce necesariamente al segundo (a excluirlo de la competencia política)? ¿No es inconsecuente sostener que las ideas comunistas son una suma de errores y a la vez defender su derecho a participar de la vida pública?
Ese punto de vista que deriva de los errores de esa ideología una razón para excluir a quienes la endosan de la competencia política ha sido sostenido muchas veces, y entre ellas se cuenta, claro está, la Constitución de 1980 que en su forma original la declaraba ilícita; pero no es razonable a la luz de los ideales democráticos.
Y no lo es porque la democracia descansa sobre la idea de que como no sabemos ni cuál es la dirección de la historia ni cuál es la mejor forma de organizar la vida en común, entonces es mejor instituir un ámbito de diálogo y deliberación donde todas las ideas, incluso aquellas que parezcan estúpidas o tontas (y en esta categoría no cabe el error del comunismo, sino más bien otras que se le oponen toscamente), puedan participar, en la creencia de que de esa forma la vida colectiva podrá orientarse mejor. Esta justificación de la democracia, a la que podría llamarse una justificación epistémica, parece ingenua, pero sobre esa ingenuidad descansa la vida democrática: una ingenuidad consistente en que a la vista del pluralismo que es propio de la sociedad moderna es imprescindible como regla de convivencia poner en duda, a la hora de decidir cómo debemos vivir, las convicciones personales y admitir que ellas puedan ser discutidas incluso por quienes nos pueda parecer que están gravemente equivocados.
Por supuesto que quienes endosan las ideas del PC deben dar explicaciones acerca de la actitud benevolente y acrítica que mantienen frente a gobiernos autoritarios como Venezuela o Cuba; pero muchos de quienes se les oponen han de explicar, por su parte, la forma en que apoyaron con entusiasmo casi religioso a la dictadura en Chile.
La política, observó Arthur Koestler —fue comunista en sus inicios, y luego se le opuso—, siempre descansa en una fase primitiva emocional que es la que alimenta los deseos de exclusión. La democracia exige abandonar esa fase y asumir una actitud racional que, en vez de excluir y condenar, discuta y refute.