Una de las características más propias de los seres humanos es la capacidad de narrar su propia experiencia, esto es, volver la vista atrás y reconstruir lo que logró y lo que no, las esperanzas realizadas y las que se malograron. Pero al hacer eso, al narrar lo que hizo o lo que dejó de hacer, consciente o inconscientemente, el ser humano lo deforma y lo falsifica. No es el deseo de mentir lo que lo mueve, sino el consuelo frente al fracaso. Lo dijo Isak Dinensen: puedes soportar cualquier cosa si cuentas una buena historia acerca de ello.
Freud llama novela familiar del neurótico a esa propensión humana de adulterar su pasado.
Y lo que vale para el neurótico (todo individuo humano lo es), con mayor razón, vale para el político. Marx sabía eso y de ahí que (en el famoso prólogo de 1859) advierte que no se puede juzgar a un individuo por lo que él piensa de sí. Menos aún, podría agregarse, se puede juzgar a un gobierno por la cuenta que rinde acerca de su propio quehacer.
Y eso vale para la cuenta de hoy.
Porque lo que inevitablemente ocurrirá es que, de manera inconsciente o deliberada, el Presidente tenderá a edulcorar sus fracasos y tropiezos, y los mostrará como éxitos demorados o incomprendidos, o, a fin de mitigarlos, los racionalizará de una u otra forma, atribuyéndolos a esto o aquello, pero nunca del todo a sí mismo. Minimizará sus fracasos y exagerará sus logros, ensanchará el haber y adelgazará el debe de estos cuatro años. Y así, entonces, lo que se oirá hoy día en la cuenta no es propiamente lo que se hizo o dejó de hacer, lo que se logró o lo que se malogró, sino más bien una reconstrucción ficticia del quehacer gubernamental.
Y ello es perfectamente comprensible, especialmente en el caso del gobierno del Presidente Gabriel Boric. ¿Por qué? Bueno, porque, al carecer de historia en el sentido temporal (hay muy poco que anteceda al momento en que el gobierno cayó en sus manos), su identidad no deriva de una trayectoria, sino que se reduce al diagnóstico de la sociedad chilena que efectuó, a las promesas que formuló, a las expectativas que desató, al criterio moral con que juzgó. Y si ese diagnóstico no queda siquiera parcialmente en pie, si las promesas resultan todas incumplidas, si las expectativas resultan frustradas, si el criterio moral del que presumió resulta ser un fiasco, entonces su propia identidad se diluye.
Está entonces obligado a salvar su discurso, porque fuera de él no hay nada en qué refugiarse.
Ortega dijo eso de yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella, no me salvo yo. El Presidente, para sus adentros, ha de decir, yo soy yo y las palabras que alguna vez dije, y si no las salvo a ellas, no me salvo yo.
Por eso, no hay que asistir a las cuentas presidenciales (ni a esta, ni a ninguna otra sobra aclararlo) como si lo que se dice fuera del todo verídico o se dijera en serio. Decir algo en serio es decirlo con voluntad de verdad y con disposición a aceptar el error; pero es ingenuo pedir eso del político que está movido más bien por la voluntad de seducir, de convencer, de torcer la voluntad ajena para que se pliegue a la propia, y no por la de homenajear la realidad. O, mejor dicho, como la vocación del político no es ser fiel a la realidad, sino la de modificarla, es natural que emplee el discurso no para describirla, sino para intentar moldearla. Y cuando se trata de sí mismo, es más natural todavía que se esmere no en describir con fidelidad lo que en estos casi cuatro años ha ocurrido, sino en intentar que todo, o casi todo, aparezca consistente con lo que dijo que haría o dejaría de hacer.
Y en el caso del Presidente Gabriel Boric, ello es más urgente todavía, porque —no vale la pena engañarse—, cuando se mira para atrás, él no encuentra una historia en la que refugiarse a la hora del tropiezo o del fracaso, sino solo palabras que alguna vez dijo y que, en esta, la hora final de su período, es necesario salvar por la única vía posible: la de edulcorar la realidad que, bien mirada, las niega.