Este viernes, a última hora, la Corte de Apelaciones de Antofagasta ha declarado ilegales las escuchas que se hicieron a las comunicaciones de la psiquiatra Josefina Huneeus, excónyuge de Alberto Larraín, el principal imputado en el caso Procultura. La ilegalidad alcanza a las conversaciones que sostuvo con el Presidente y las sostenidas con otras personas cercanas. La Corte ha dicho que esas conversaciones “carecen de interés criminalístico”, que fueron obtenidas ilegalmente y, en consecuencia, no pueden ser esgrimidas como evidencia en un juicio.
¿Cuál es el alcance de ese fallo? ¿Hay que aplaudirlo por la protección de la privacidad que significa o abuchearlo porque entorpece la investigación de un delito? ¿Habrá quizá que callar y dejar de comentar las conversaciones filtradas del Presidente con su psiquiatra?
Veamos.
El fallo, desde luego, revela un escrúpulo en la protección de las comunicaciones que debe ser aplaudido. La protección de las comunicaciones es fundamental para la individualidad. Finalmente, esta última se configura por la facultad que se reconoce a cada uno de decidir qué aspecto de su vida o de su subjetividad comunica y a quién. Una esfera protegida de las comunicaciones es imprescindible para la libertad personal en una sociedad abierta. Esta es la razón, dicho sea de paso, de por qué es también criticable que, si se autoriza interceptar las comunicaciones a propósito de un delito, ello no debe ser ocasión para revisar todas las comunicaciones y buscar con ánimo inquisitivo otras que es lo que se ha hecho en casos donde ha existido una amplia revisión de conversaciones telefónicas (recuérdese cuando se quiso imputar a la diputada Pérez por el delito de aborto, sirviéndose de una comunicación encontrada al azar).
Así entonces, a la luz de este fallo, hubo en este caso intromisión ilegítima y todo lo que se obtuvo con ella puede ser considerado una prueba ilícita.
Pero nada de eso significa que la prensa no pueda comentar esas comunicaciones en lo que ellas tienen de interés público. Lo que es inadmisible en un proceso penal, no lo es necesariamente en el foro de la opinión pública; lo que es ilegal como prueba en un juicio, no es ilegal como antecedente en el debate público; lo que es prueba ilícita, no es por ese hecho una noticia ilícita; lo que un juez no debe considerar, no es igual a lo que un periodista no debe atender.
Y es que mientras en un juicio se trata de condenar a alguien a una pena penal, en la esfera de la opinión pública se trata de evaluar todo aquello que posee interés público. ¿Incluye ello el contenido de conversaciones incluso si fue obtenido ilícitamente? Por supuesto que sí, a condición de que quien las haya obtenido no sea el periodista que las divulga. Allí donde la ley prohíbe la intromisión, no existe por ese solo hecho una prohibición de divulgar lo que se sabe y se juzga de interés público. Hay que evitar el error (en el que incluso algunos periodistas incurren) de creer que las fronteras del proceso penal son las fronteras de la opinión pública.
Así, entonces, el deber de la prensa, luego de este fallo, se mantiene incólume en lo que respecta al contenido de interés público de lo que se ha sabido de las conversaciones del Presidente. Y lo que se ha sabido merece un análisis porque de esos diálogos telefónicos se sigue que el Presidente no ha sabido separar del todo el rol que se le ha confiado, por una parte, de sus vínculos más bien personales con, entre otras, su terapeuta y los variados detalles de este caso, por la otra. La más básica distinción entre los deberes del rol que se ejercita y los vínculos personales que se tienen, según se advierte en las conversaciones del Presidente, se había disuelto casi del todo entre él y la terapeuta, al extremo de que un rol tan relevante como el de psiquiatra tratante se confundía, como si fuera la cosa más natural del mundo, con la amistad (olvidando aquello de que el terapeuta cobra justamente para recordar al paciente que la suya no es amistad). Eso es lo que hace especialmente sorprendente las conversaciones del Presidente con su psiquiatra. No es que en ellas exista un delito específico, pero hay ahí algo igualmente grave: la incapacidad de deslindar el rol de Presidente, y a la vez paciente, con su terapeuta, y la incapacidad de esta última de mantener la distancia con su paciente, como lo prueba el hecho de que le solicita empleo utilizando, objetivamente, el vínculo transferencial que supone la terapia.
Así, entonces, solo cabe esperar que los periodistas no se confundan luego de este fallo y crean, erradamente, que lo que es ilícito en el proceso penal o para el fiscal Cooper, es también ilícito en la esfera del escrutinio público o en el oficio periodístico.