Dentro de las cosas que han ocurrido en estos días en la radio y la televisión, mientras se realizaba el cónclave, hay dos que merecen ser examinadas. Una fue la observación de que la Iglesia Católica era muy ritual o de que tenía un soberbio sentido del espectáculo. La otra, que parece confirmar lo anterior, fue el lavado de su camisa que el cardenal Chomali se encargó de transmitir.
¿Cómo interpretar eso?, ¿será que los ritos de la Iglesia son una modalidad del espectáculo y está bien que un cardenal se comporte como lo haría un influencer?
Por supuesto que no, los ritos no son un espectáculo ni los cardenales influencers.
Para advertirlo basta leer “El poder y la gloria”, de Graham Greene, donde un sacerdote adúltero y alcohólico, acosado por la historia y perseguido, es capaz, sin embargo, de celebrar la eucaristía e impartir los sacramentos. Y lo podía hacer porque el efecto eficaz del sacramento no proviene de la sinceridad del sacerdote o de su pureza de intenciones, o del ánimo sincero y convencido con que lo administre o de su popularidad, sino del hecho de que el acto litúrgico se realice. Aquí radica una de las diferencias con la vertiente protestante, que confía más bien en el aspecto intelectivo y conceptual del encuentro entre las personas, más que en la reunión en torno al rito eucarístico (Lutero lo consideraba un simple memorial, no una presencia real). Ir a la misa, para un católico, no consiste en asistir a un acto donde se produce un encuentro conceptual o emotivo, sino que se trata de asistir a un misterio, al misterio de la transubstanciación en el que Dios comparece, transfundido en la comunión. No es ese un signo o un símbolo para un católico, sino una realidad que en ese momento de veras acontece. Por eso cuando se intelectualiza de más la eucaristía, se la desquicia del verdadero sentido que para un católico ella debe poseer.
Así la vida ritual es central a la catolicidad.
En esa preeminencia del rito, en el efecto performativo que se le atribuye por los creyentes, radica la eficacia de la catolicidad para transformarse en una iglesia universal, esa es la razón de la facilidad que posee para el sincretismo con casi todas las culturas, porque después de todo —después de Babel, como diría George Steiner— no es el lenguaje que habla cada creyente el que les permite encontrarse como participando de una misma condición, sino la experiencia del misterio que el rito hace posible. Desconozco si los periodistas que asistieron a algunos de los ritos realizados con ocasión del cónclave y su término eran creyentes; pero, al verlos con los ojos inundados de lágrimas, de lo que no cabe duda es de que vivieron esa experiencia de comunión y de acceso a lo inefable que el rito y la ceremonia bien ejecutada hacen posible. Desconozco también el sentido de esa transmisión del cardenal Chomali, qué oculto sentido quiso atribuirle a algo que parecía de la más torpe banalidad.
Si algo recuerda, o permite recordar, el cónclave que acaba de concluir con sus ritos y sus ceremonias es que ellas son lo más serio del mundo, constituyen uno de los rasgos más propios de la catolicidad, no son un adorno externo o un espectáculo de esos que aconsejaría un asesor de medios para, empleando Instagram, ampliar las audiencias, sino que se trata del mismo ethos, si así puede llamársele, de la catolicidad: la liturgia eucarística y el comportamiento ritual como el acto que hace presente —hacer presente en el sentido de realizar— el acontecimiento central del sacrificio.
Llegados a este punto lo que cabe preguntar es cuántos de quienes miraron de lejos el cónclave, se emocionaron con él, y se alegraron de la elección del nuevo Papa, lo comentaron y subrayaron su importancia, entienden y viven de esa forma el rito de su credo, en especial la eucaristía. ¿O será que asistieron a él padeciendo nada más el contagio propio de un acto de masas?
A juzgar por el atuendo que vistió el nuevo Papa —usó las que se emplean hace siglos—, él no parece dispuesto a abandonar las formas tradicionales que, sin embargo, Francisco pareció tantas veces desechar como cosas prescindibles, simples lujos que halagarían la vanidad de quien los porta. Y es que para la catolicidad -al igual que el rito litúrgico- las viejas formas reiteradas una y otra vez durante siglos recuerdan otro aspecto que está también en su centro: la tradición (traditio quiere decir entrega de una mano a otra), la idea de que la Iglesia ha recibido algo y que su misión es entregarlo sin alterar la continuidad del tiempo.
Hoy en Chile hay muy pocos católicos, o más bien, los católicos están retrocediendo en número, y las iglesias se están despoblando, y la pregunta que entonces cabe formular, a propósito de la elección del nuevo Papa, es si para reverdecer, la Iglesia debe asumir aquello que atrae a las audiencias y el sentido común (la llaneza de Francisco, el abandono de lo que parece vanidad, el empleo de las redes al modo del cardenal Chomali, quien como un influencer llega a transmitir el lavado de su camisa) o si en cambio debe recuperar el sentido del misterio que solo el rito es capaz de poner de manifiesto.
Ese es el verdadero desafío —no la popularidad fácil o las ideas de justicia social para cuya promoción no se requiere creer— que hoy pesa sobre la Iglesia Católica.