Para comprender la importancia del acuerdo alcanzado en la Comisión para la Paz y el Entendimiento, es necesario echar la vista atrás.
Durante todo el siglo XX el pueblo mapuche fue invisible. Se le mimetizó, también se podría decir se le ocultó, tanto por la izquierda como por la derecha, en la ficción del Estado nacional como si su identidad no existiera o como si, no obstante existir, mereciera haberse extinguido.
Solo una vez recuperada la democracia, la idea de una comunidad nacional que hundía sus raíces en un mismo origen de sangre y de tierra que elaboró la historiografía del XIX comenzó a mostrar su debilidad. Y de ahí en adelante, la autocomprensión de la sociedad chilena como una comunidad unida por la memoria, la sangre y una sola identidad ha entrado en crisis. Es sobre el fondo de esta última —la imagen de una sola nación como un espejo ahora quebrado— que ha de aquilatarse el resultado de esta Comisión.
A diferencia de las anteriores —entre ellas, la de Verdad Histórica y Nuevo Trato a cargo del expresidente Aylwin— la que acaba de concluir su trabajo pone el acento en las soluciones posibles a un problema que no se puede ocultar: el hecho de que ese pueblo fue despojado, a veces a sangre y fuego, y en otras mediante el timo y el fraude, de los territorios donde desenvolvía su vida. ¿Que la historia siempre ha sido así y que no hay sociedad que no esconda un momento de desalojo y de barbarie y que la historia está plagada de pueblos que despojan y desplazan a otros? Es verdad, pero es propio de la democracia no aceptar que el resultado de la historia o la naturaleza sea, por ese solo hecho, justo. Si nadie acepta que el azar natural o la herencia determinen el destino de los individuos ¿por qué lo aceptaríamos cuando se trata de un pueblo?
Entre las virtudes de este acuerdo se encuentran, ante todo, las medidas de reparación material, de justicia correctiva. Sin ellas las medidas de reparación simbólica o de memoria carecerían de plausibilidad y parecerían meros golpes en el pecho. Si este acuerdo se rubrica con los proyectos de ley que se requieren, se habrá trazado un horizonte por referencia al cual se podrán medir las futuras demandas. Es obvio que las demandas seguirán surgiendo; pero si este acuerdo queda a firme, existirá un criterio normativo compartido a cuya luz podrá juzgárselas, desoyendo legítimamente las que aparezcan desmedidas y desproveyendo así a los grupos más radicales de una demanda infinita. Se ha reparado poco, pero uno de los problemas de La Araucanía es que al enfrentar sus problemas se ha carecido de un baremo o de una escala que permita a todos decir qué es legítimo y qué no lo es. A veces el problema no es solo la violencia, sino no poder saber cuándo sus pretextos parecen plausibles y cuándo no.
A partir de este acuerdo, ese baremo, esa medida que evita el mal del infinito y la violencia que suele acompañarlo, existirá.
Por supuesto las medidas de reparación —esta es otra virtud del acuerdo— deben alcanzar no solo al pueblo mapuche, sino también a quienes no siendo de este último han sido víctimas del terrorismo o de la violencia política en la zona.
Todo lo anterior, que representa un paso difícil de imaginar apenas un par de años atrás, hace muy difícil entender la reacción de ciertos grupos —desde la CPC a los republicanos— que parecen hermanados en el deseo de que este acuerdo se disipe y desvanezca. Han esgrimido para ello una razón procedimental: la Comisión habría declarado la unanimidad como regla. Pero es obvio que no haber alcanzado la unanimidad —una autoexigencia carente de validez legal— no despoja de fundamento a las conclusiones que contendrá el informe y a las razones que las sustentan. La democracia descansa sobre dos reglas: la deliberación racional y la regla de la mayoría, ambas en este caso se han cumplido con esmero, ¿cuál sería entonces la razón para descartar sus conclusiones y aspirar al absurdo de hacer como si ellas no existieran?
Por supuesto sería iluso pretender que con este acuerdo se alcanzará de pronto la paz en La Araucanía y se depondrán las banderas más radicales.
De lo que, sin embargo, no cabe duda es de que se ha dado un paso cuya importancia es difícil de exagerar, para que principie lo que podría llamarse la deslegitimación de la violencia en la zona. Y es que el mayor problema de la violencia es cuando ella se ejerce a pretexto de la injusticia, porque en ese caso basta una brizna de esta para legitimarla. Con este acuerdo, entonces, se habrá removido uno de los pretextos que se esgrimieron muchas veces para no ejercerla desde el Estado, a pesar de que objetivamente era imprescindible hacerlo. Y si todas las fuerzas políticas apoyan este acuerdo —y la oposición cede a la racionalidad y abandona el escozor que ha de provocarle que sea el gobierno del Presidente Gabriel Boric quien lo ha logrado— el Estado podrá decidirse a recuperar el control de la zona sin que nadie pueda, como hasta ahora, reprocharle ilegitimidad.