En política fiscal, como en la vida, ignorar los problemas no los hace desaparecer. En los últimos años, el relato oficial ha insistido en la importancia de la disciplina fiscal, pero los hechos han contado una historia distinta. Y cuando las decisiones no se toman a tiempo, el costo no lo paga el gobierno de turno: lo paga la ciudadanía.
Desde el inicio de esta administración, quedó en evidencia que el compromiso con la responsabilidad fiscal era más discursivo que práctico. La primera señal fue clara: a diferencia de gobiernos anteriores, que fijaban metas fiscales anuales para cada ejercicio presupuestario, esta administración optó por establecer una única meta a cumplir al cabo de los cuatro años. Esa decisión, lejos de facilitar el seguimiento del desempeño fiscal, lo hizo prácticamente imposible. Sin metas intermedias, detectar desvíos a tiempo y hacer los ajustes necesarios se vuelve una tarea cuesta arriba. Como en la navegación, no corregir el rumbo a tiempo puede terminar en naufragio.
Mantener las cuentas fiscales en orden no es un fetiche de algunos economistas. Es una necesidad básica para asegurar que el Estado pueda cumplir con sus compromisos. Las crisis fiscales no son eventos abstractos: tienen consecuencias concretas, muchas veces dolorosas, especialmente para los sectores más vulnerables. Lamentablemente, el riesgo de una crisis parece hoy subestimado, quizás porque quienes toman decisiones no lo han vivido de primera mano, o lo ven como un episodio lejano de los libros de historia.
Ya cometimos ese error recientemente con la inflación. Durante años nos acostumbramos a su estabilidad y, cuando comenzaron a encenderse las alarmas, fueron desestimadas. El resultado fue una inflación que casi se quintuplicó pospandemia. No cometamos el mismo error en materia fiscal. Aquí van cinco razones por las cuales proteger la disciplina fiscal es esencial:
1. El costo social de los ajustes abruptos es alto. Imaginemos que, de un momento a otro, el Estado ya no puede seguir financiando la Pensión Garantizada Universal tal como la conocemos, o que las universidades dejan de recibir los recursos necesarios para cubrir la gratuidad. Una crisis fiscal obliga a hacer recortes, pero cuando estos se hacen en medio de la tormenta, son más dolorosos y desordenados que si se hubieran planificado gradualmente. Estos costos no son solo sociales, también son políticos: el descontento ciudadano puede debilitar a las autoridades y abrir espacio para respuestas populistas que, lejos de resolver la crisis, pueden profundizarla.
2. Sin credibilidad fiscal, la inversión se resiente. La disciplina fiscal no solo importa internamente. También es una señal al mundo. Un país que cambia sus metas fiscales sobre la marcha, que gasta más de lo que dice y recauda menos de lo que proyecta, pierde credibilidad frente a los inversionistas. Y si a eso sumamos recientes declaraciones que sugieren que el Estado aumentará las tarifas en sus servicios operacionales para obtener más ingresos, el mensaje es claro: invertir en Chile será más caro en el futuro y la esperada rebaja del impuesto a las empresas se hace cada vez más incierta.
3. Postergar los ajustes es autoengañarse. Mientras las autoridades insistan en actuar como si contaran con recursos que no existen, seguirán postergando las reformas que realmente necesita el país. Es bien sabido que la vía más sostenible para aumentar los ingresos del Estado es el crecimiento económico. Pero si no se reconoce la magnitud del problema fiscal, será difícil avanzar con convicción y urgencia en las reformas necesarias. Todo ajuste genera resistencia, pero no hacer nada solo agrava el problema.
4. La deuda pública se encarece cada día más. El pago de intereses de la deuda es uno de los ítems que más han crecido en el presupuesto. En 2008 representaba el 2,7% de los ingresos tributarios; hoy llega casi al 7%. En cifras concretas, pasamos de casi US$ 850 millones a casi US$ 4.000 millones solo para pagar intereses. Eso significa menos espacio fiscal para políticas sociales, inversión pública o mejoras en servicios estatales.
5. Sin un plan, se recorta donde duele menos políticamente, pero más para el país. Cuando no hay una estrategia fiscal clara y multianual, los recortes se hacen en aquellas partidas que generan menos ruido político. Por eso, año tras año hemos visto ajustes en inversión pública (carreteras, puertos, infraestructura productiva), mientras se mantienen gastos corrientes difíciles de justificar. Es más fácil postergar obras que racionalizar la contratación o rediseñar programas. Pero esos recortes afectan el crecimiento y el desarrollo a largo plazo.
La responsabilidad fiscal tiene costos políticos, sí. Y las cifras muestran que este no ha sido un costo que la actual administración haya estado dispuesta a asumir. Queda por ver si las próximas lo estarán. Pero una cosa es segura: la cuenta, tarde o temprano, la paga el país. Y mientras más grande sea, mayor será el costo social para saldarla.