También en Chile, la conversación de las instituciones de educación superior —universidades, institutos profesionales y centros de formación técnica— está cambiando rápidamente. Hay señales que dan cuenta del fin de un ciclo expansivo por un lado y, por el otro, de la multiplicación de unos entornos cada vez más turbulentos e inciertos.
Por una parte, disminuye la demanda estudiantil, hay menos recursos, decrece la oferta de empleo académico y el gasto público en investigación y desarrollo, medido como proporción del producto, se ha estancado.
Por otra parte, decae el empleo formal de jóvenes titulados, hay muestras crecientes de desajustes entre habilidades disponibles y necesidades manifestadas en el mercado laboral, desaparecen ocupaciones enteras y otras se transforman, mientras la revolución tecnológica de la inteligencia artificial amenaza con alterar la ecología en que se desenvuelven las instituciones de conocimiento avanzado.
Donde uno mira, los sistemas de enseñanza superior se encuentran agobiados por circunstancias antes no imaginadas. Han pasado de servir a una minoría de jóvenes provenientes de familias afortunadas a prestar un servicio masivo y, últimamente, a reconocer el acceso como un derecho social. En estas condiciones, mantener y mejorar la calidad del servicio se ha vuelto una empresa cada vez más difícil y costosa. A su turno, la investigación dejó de ser un emprendimiento individual de catedráticos notables; hemos ingresado a la época de la big science, empresa colectiva de alto costo, internacionalizada, de carácter estratégico y fines utilitarios.
Adicionalmente, hay a nivel global un aumento de las controversias en torno a desinformación en las ciencias, desconfianza hacia el conocimiento experto y un auge de distintas formas de negación de verdades que cuentan con el consenso de las comunidades epistémicas. Las redes sociales y los medios de comunicación, en vez de contribuir a una difusión de la razón pública y el razonamiento basado en evidencias, suelen instigar un clima de noticias falsas y de aldea local.
A esto se suma un clima crecientemente hostil, en diferentes latitudes ideológicas, hacia la autonomía de las universidades y la libertad académica, junto con tendencias —entre los propios estudiantes y profesores— a cancelar a sus pares por su pensamiento, lenguaje o identidad. La guerra política declarada por el gobierno de Trump contra las universidades de élite de su país, entre ellas algunas de las más prestigiosas a nivel global, es la más reciente expresión de este verdadero cambio de marea.
En Chile, a su turno, se acumulan tensiones que son peculiares de nuestro sistema y que, en medida importante, provienen del diseño impulsado por la legislación aprobada en 2018.
En efecto, este determinó que el conjunto de las instituciones debía orientarse a la búsqueda de la excelencia, lo que en el caso de las universidades significaba en la práctica convertirse todas ellas en instituciones de investigación, con capacidad de ofrecer programas de doctorado y, en general, obligadas a alcanzar una mayor complejidad.
Esta idea se reforzó con la creación de un Sistema Nacional de Aseguramiento de la Calidad que define cuáles son los estándares de excelencia que las instituciones deben cumplir en todas las dimensiones y criterios definidos por la autoridad. El nivel de cumplimiento queda reflejado en los años de acreditación otorgados. Estos, a su vez, son un ingrediente central a la hora de calcular los aranceles regulados, cuyo valor determina, a la vez, el monto de recursos fiscales que la mayoría de las instituciones recibe por la vía de subsidios del Estado.
Se crea así un potente generador de costos ascendentes donde, bajo las condiciones descritas, la búsqueda de la excelencia alimenta el gasto de las instituciones que, por su lado, el Estado no está en condiciones de respaldar. Es una situación de creciente riesgo que afecta a un número también creciente de instituciones.
Al mismo tiempo, la experiencia acumulada durante los últimos años muestra que el sistema va centralizándose, estandarizándose y viéndose gradualmente más constreñido desde el lado de las regulaciones, las evaluaciones externas y el financiamiento público. Su propio desarrollo ingresa así en una fase de autonomía burocráticamente reglada y depende de órganos estatales y decisiones administrativas.
En este adverso cuadro, la propuesta ministerial de un nuevo financiamiento para la educación superior (FES) que hoy se discute en el Congreso intensifica los riesgos. No solo restringe el esquema de costos compartidos (copago), sino que además introduce un tributo especial a los graduados, en vez de poner al día y mejorar un esquema de becas y créditos contingentes al ingreso. Opta así por una fórmula no probada en la experiencia internacional comparada, pero que sí incrementaría la dependencia de las instituciones del ministerio, estresando aún más la autonomía institucional e introduciendo todavía una mayor rigidez y estandarización.
Todo esto en el momento en que el Estado chileno está obligado a hacer un esfuerzo extraordinario por reducir el gasto público y que no hay margen adicional alguno para aumentar el presupuesto público en educación superior. Agréguese a ello el hecho de que subsiste un importante déficit en cuanto al gasto fiscal en I+D y que persiste la falta de recursos para la educación temprana y el nivel básico de la enseñanza escolar.
No se entiende pues que, en estas circunstancias, el Gobierno insista en aumentar el costo de la educación superior al mismo tiempo que debilita el esquema de costo compartido y la recuperación de la deuda estudiantil.
Estamos obligados a revisar cuidadosamente la legislación de 2018 y, sobre todo, las políticas usadas para su implementación. Mientras más tiempo transcurra sin corregir el rumbo, más se asentarán las negativas inercias mencionadas. Justo cuando se requiere lo contrario: mayor autonomía efectiva para las instituciones y flexibilidad e innovación para enfrentar las turbulencias socio-tecnológicas y la incertidumbre político-cultural en la que estamos instalados.