El año 2001, la dupla del ministro de Hacienda, Nicolás Eyzaguirre, y el director de Presupuestos, Mario Marcel, implementó la regla fiscal. Esta política de balance estructural establece metas para promover y asegurar la responsabilidad fiscal. Ahorrábamos con vacas gordas para enfrentar períodos de vacas flacas. Así sorteamos con éxito la crisis del 2008 y la pandemia. Y entre el 2006 y 2012 fuimos acreedores netos. Esto es, teníamos más ahorros que deuda. Hoy es cercana al 42%, ya nos gastamos nuestros ahorros y pagamos cerca de un 1,2% del PIB en intereses. Para que se haga una idea, el año pasado desembolsamos casi 4.000 millones de dólares en intereses. Esto alcanzaría para repartir más de $500.000 a cada hogar de Chile.
Y ahora el compromiso de alcanzar un déficit estructural de -1,9% del PIB en 2024 se esfumó. Hacienda sobreestimó los ingresos fiscales y el déficit terminó en -3,3% del PIB. Pero la historia no termina ahí. Nuevamente, el presupuesto 2025 se construyó sobre proyecciones imaginarias. El objetivo era simple: evitar recortar el gasto. Conocidos los ingresos efectivos, la solución propuesta es cambiar la meta. La reacción de la nueva presidenta de la comisión de Hacienda del Senado no se hizo esperar. Dijo que los números no calzaban.
Ya se ha hablado del daño que ocasionó la reforma tributaria del segundo gobierno de Bachelet, al subir los impuestos corporativos. En los últimos 25 años, 34 países OCDE bajaron esos impuestos y solo tres los mantuvieron. En cambio, Chile los subió del 15% al 27%. Algo nos ha pasado. Si la economía es la administración del hogar o del lugar donde se vive (oikos-nomía), Chile era un hogar prudente y seguro. Atraíamos inversión. Las reglas eran claras y se cumplían. Pero ya no es así.
El 2010 celebrábamos nuestro ingreso a la OCDE. Fuimos el primer país sudamericano aceptado en ese exclusivo club de los países más ricos. Nuestra deuda estaba bajo el 10% del PIB, ese año crecimos a un 5,9% y el 2011 y 2012, un 6,2%. Nos creíamos jaguares. Entonces comenzamos a perder el impulso. Y dejamos de crecer. Del rugido pasamos a un suave y cómodo maullido.
Tal vez ese aparente éxito, codeándonos con los países más avanzados, nos llevó a creernos desarrollados. Aprobamos muchas leyes y nuevas regulaciones que venían de esos países admirados, olvidando que todavía no éramos uno de ellos. Y nuestra burocracia fue creciendo hasta que nos ahogamos en la “permisología”.
Las palabras y el lenguaje, como decía Wittgenstein, reflejan nuestra realidad. Ya no hablamos de burocracia, gestiones o trámites, sino de permisos. Esta palabra tiene un dejo de incertidumbre y de discrecionalidad. El trámite es un camino delineado y seguro. El permiso, sinuoso e incierto. El trámite se hace y se obtiene. En definitiva, no es lo mismo pedir permiso que tramitar. Hay muchos casos emblemáticos.
Dominga lleva 12 años luchando por cumplir con lo incumplible. Ya sabemos que este gobierno no le dio “permiso”. La línea de transmisión Kimal-Lo Aguirre lleva cuatro años esperando conectar Antofagasta con Santiago. Colbún suspendió un proyecto vanguardista de almacenamiento de energía en el norte, por 1.400 millones de dólares. Hay hospitales públicos en Rengo y Melipilla que no se reciben por cantos de ranas o presencia de lagartijas. Grandes desarrollos inmobiliarios se detuvieron por algún guayacán o rastro ancestral. Y un proyecto de tierras raras no es viable por seis naranjillos. Todo esto es tan kafkiano que el presidente de Codelco, defendiendo el acuerdo con SQM, acaba de explicarnos que licitar “era un camino largo e incierto. En la práctica significa un mínimo de 5 años”.
El próximo año será muy duro en términos fiscales. Mientras tanto seguimos empantanados en la “permisología” creyéndonos un país rico.