¿Era inevitable el Golpe? Sí, dijo Evelyn Matthei, lo era. E incluso en los primeros años, agregó, las muertes lo fueron también.
En boca de un historiador que registra los acontecimientos y procura inteligirlos, registrando sus causas y los factores que condujeron a ellos, esas palabras ya son discutibles y esconden un peligro (la inevitabilidad en la historia, dijeron I. Berlin o R. Aron, es una tesis que esconde el peor autoritarismo); pero dichas por una candidata presidencial, una política que aspira a conducir el Estado, son simplemente increíbles y es probable que se deban a la torpeza que suele invadir a quienes se someten a una entrevista y dejándose llevar por el ambiente familiar, obviamente falso, que crea el entrevistador, acaban diciendo las peores barbaridades.
Porque decir que todo eso fue inevitable equivale a despojar de responsabilidad a los que participaron en el Golpe y en la dictadura, quienes movidos por el viento de la historia habrían sido simples muñecos, unas marionetas carentes de voluntad que bombardearon, apretaron el gatillo, encerraron y torturaron no porque lo decidieran, sino porque oscuras fuerzas impersonales los movieron a ello, de manera que no se trataría de golpistas en sentido estricto, ni de torturadores, menos, de llegado el caso, asesinos que merecen reproche y castigo, sino de instrumentos inconscientes que obraron movidos por los hilos invisibles de los acontecimientos que en esos días eran dirigidos por fuerzas incomprensibles e inevitables.
La tesis de la candidata Evelyn Matthei no es razonable en boca de una política democrática. Y no lo es porque una política democrática cree, o debe creer, que la responsabilidad existe, que los seres humanos, más todavía si se les han confiado las armas o la conducción del Estado, son agentes en la historia, esto es, individuos capaces de conducir los acontecimientos en vez de ser simples piezas del destino. Si los acontecimientos históricos fueran inevitables, si al mirar hacia atrás dijéramos “no pudo ocurrir otra cosa”, si los hechos ocurrieron con la forzosidad con que cae una piedra que se arroja, entonces ¿cómo podríamos ser responsables, pedirnos cuentas, proponernos hacer esto o aquello y ofrecer que llegado el caso se nos pida cuentas?
Eso es lo peligroso de esas opiniones de la candidata Evelyn Matthei, de las cuales debe estar arrepentida porque revelan una mala comprensión de la política y de la historia.
Es lo que Shakespeare, en “Ricardo III” llama “la magnífica estupidez del mundo, que cuando enfermamos en fortuna —a menudo por los hartazgos de nuestra propia conducta— echamos la culpa de nuestros desastres al sol, a la luna y a las estrellas, como si fuéramos villanos por necesidad”.
Pero la política democrática no puede descansar en esa magnífica estupidez del mundo. Ella reposa en la idea de que la comunidad humana puede autogobernarse, decidiendo el curso de su vida, discerniendo, mediante el diálogo, las cosas que estima valiosas y el tipo de vida que quiere vivir. Y la historia humana cuando la miramos hacia atrás no se puede cambiar, es verdad, pero al mirarla también sabemos que lo que ocurrió no fue inevitable, que si hubiéramos actuado de otra forma las cosas habrían sido distintas. Y porque al recordar la historia advertimos que todo pudo haber sido distinto si hubiéramos actuado de otra forma, sentimos responsabilidad y culpa. Bernard Williams, el famoso filósofo británico, observó que cuando miramos hacia atrás y recordamos algo luctuoso que nos ocurrió o que causamos —un atropello, incluso un accidente fortuito— sentimos pesar, una pesadumbre nos invade cuando lo recordamos. ¿Por qué? Ello ocurre, observó, porque a pesar de las apariencias creemos que pudimos evitarlo, que si nuestras acciones no hubieran sido las de aquel día, el accidente que hoy nos duele pudo haberse evitado.
Por eso hay algo de inhumano (inhumano no exactamente en el sentido moral) cuando se dice que algo que ocurrió en la historia era inevitable, porque se acaba despojando a la comunidad política y a quienes actúan, o creen actuar en ella, de su calidad de agentes, de entes capaces de obrar y de decidir lo que hacen o dejan de hacer, y una convicción como esa no la puede tener, no debiera tenerla, una política que aspira a conducir a la comunidad y para la cual la voluntad importa, porque si no, si llegado el caso fuéramos simples títeres del destino, entonces ¿para qué aspirar a gobernar?
Por supuesto en la historia siempre hay encrucijadas difíciles, momentos dramáticos en que las sociedades humanas o las personas que las dirigen se ven puestas entre la espada y la pared. Pero incluso en ese caso la responsabilidad no se extingue, menos cuando se elige la espada y se la usa dejando un reguero de sangre. J. P. Sartre lo dijo inmejorablemente: no importa tanto lo que han hecho del ser humano, lo que importa es lo que él hace con lo que han hecho de él.