Los líderes de las movilizaciones estudiantiles —Camila Vallejo, Karol Cariola, Giorgio Jackson y Gabriel Boric— se forjaron al alero de la gratuidad. El imperativo moral eran los derechos garantizados por el Estado. Ese llamado, privilegiando derechos por sobre deberes y libertades sobre responsabilidades, tuvo consecuencias.
El primer gobierno de Piñera (2010-2014) sufrió los embates de esas demandas. Las marchas eran transmitidas en vivo y en directo por televisión. El 2013, de la mano de Michelle Bachelet, los dirigentes estudiantiles saltaron de la universidad al Congreso. Vallejo fue diputada con solo 25 años, Cariola con 26, Jackson con 27 y Boric, el más maduro, recién había cumplido 28. Estos precoces y adelantados profesionales de la política se formaron en las asambleas y marchas. Fueron pioneros con el uso de las redes sociales. Y, por si fuera poco, criticaron y desplazaron a sus padres políticos. Los enfants terribles tenían sus metas claras.
Bajo el segundo gobierno de Bachelet (2014-2018) ocurrieron otros cambios. La reforma tributaria subió los impuestos corporativos del 15% al 27%. Según la comisión Marfán, Chile fue el único país de la OCDE que los aumentó. La reforma educacional se ensañó con el mérito, dañando la educación pública de excelencia. Y con la reforma al sistema político se enterró el binominal, dando rienda suelta a la fragmentación y al deterioro de la política. Si el 2001 había solo seis partidos, hoy tenemos más de 20. Esta creciente atomización no tiene límites. Su causa es simple: abrimos las puertas al lucro electoral. Y todo esto con garantía estatal. El 2022 el fisco destinó 110 mil millones para financiar la política.
Hoy en el Servel ya hay más de 250 inscritos para la carrera presidencial. La alta demanda no solo obedece al amor por la patria. Cada voto en primera vuelta presidencial vale unos $1.555. Ese monto asciende a unos $1.010 para las elecciones locales. Paulina Vodanovic está dispuesta. ME-O iría por quinta vez. Y Parisi se encuentra evaluando el mercado. Una vez más, la mano invisible y los incentivos perversos hacen de las suyas.
Pero volvamos a nuestra generación dorada. Cuando Bachelet le entregó por segunda vez el gobierno a Piñera, la izquierda se aferró a la renovación. Así se abrieron las alamedas al poder. Con la retórica de las asambleas universitarias —fin del lucro, no más AFP, nueva Constitución y Apruebo Dignidad—, alimentada por las ideas de Fernando Atria, del depreciado Carlos Ruiz, de un desilusionado Gabriel Palma y de un puñado de intelectuales de moda, los jóvenes dirigentes se subieron al carro ganador.
Abrazados al PC y arriba de la ola octubrista llegaron al gobierno con la promesa de refundar el país. La partida no fue fácil. El crepúsculo, tampoco. Los sueños del Frente Amplio parecen solo una siesta. El TPP11 se hizo realidad, las AFP se fortalecieron, Codelco se asoció con SQM y el afán colectivista dio paso al individualismo. Todos los golpes y arremetidas contra la tragedia de los 30 años se convirtieron, tal como lo anticipó Karl Marx, en una farsa.
Esta izquierda millennial tuvo mucha libertad y poco sentido de responsabilidad. Con regular frecuencia surge algún escándalo que es responsabilidad de otros. Una parlamentaria no tenía “todas las cartas sobre la mesa”. Otra, mientras conducía ebria tras unos asaltantes al amanecer, sería una heroína. Y ahora volvemos a las decisiones del Presidente en el caso Monsalve. Nuevamente la responsabilidad parece ser ajena y cada uno construye su propia historia.
Aunque los cuatro líderes del Frente Amplio tienen futuro en la política, hoy viven otra realidad. Camila Vallejo, a los 37, y Karol Cariola, a los 38, ya son madres. Gabriel Boric será padre a los 39. Y Jackson, el paladín de la moral, ha vuelto a la cocina del Frente Amplio.