El Gobierno ha presentado una indicación sustitutiva al proyecto de reforma constitucional destinado a enfrentar el fraccionamiento y el personalismo que reina en el Congreso y entrampa la gobernabilidad. En ella, el Ejecutivo no incluye el umbral del cinco por ciento para que los partidos tengan representación parlamentaria, sin sustituir ese mecanismo por otro destinado a evitar la dispersión de partidos representados en el Congreso.
El Gobierno se propone así no enfrentar el que, a juicio de muchos —la Comisión de Expertos entre ellos— es el principal problema que dificulta la actividad legislativa y, con ello, la aprobación de las normas que necesitamos para enfrentar buena parte de los problemas que nos afectan.
El ministro del Interior salió esta semana a hacerse cargo de las críticas al cambio de opinión gubernamental, intentando justificar una de las decisiones más relevantes que ha tomado el Presidente. En primer lugar, subrayó que está vigente una norma que establece que un partido que no tiene ese cinco por ciento en tres regiones o cuatro parlamentarios pierden su existencia, como si ello hiciera innecesario el umbral que avanzaba en el debate legislativo. Agregó que iban a proponer más exigencias para constituir partidos. Estas razones son del todo impertinentes, pues el problema no es que existan muchos partidos, sino que un número excesivo de ellos tenga representación en el Congreso. Es esto último, y no la existencia de muchos partidos lo que traba la actividad legislativa. Así, esta primera razón no dice relación con el problema que busca atacar el proyecto normativo que el Gobierno propone suprimir.
En segundo lugar, el ministro argumentó que el umbral para tener representación parlamentaria se aplica en países donde se vota por un partido y no por candidatos. Lo dicho no basta para demostrar que el umbral sea incompatible con un sistema electoral en que se vota por un candidato. Aquí, sin embargo, el Gobierno tiene un punto. En un sistema con umbral, candidatos que tienen mayorías holgadas para ser electos no lo serán si sus partidos tienen mal desempeño. Esto puede frustrar a sus votantes y, con ello, minar la legitimidad de la representación esencial a la democracia. Lo que el ministro no explica es por qué, en vez de proponer la supresión del mecanismo que presenta ese problema, no proponen su sustitución por otro. Bajo la Constitución del 25, con sistema electoral proporcional, el país también padeció de fragmentación y volatilidad de partidos representados en el Congreso. Lo enfrentó en 1958 con una reforma que prohibió los pactos electorales. La reforma fue eficiente en reducir y ordenar la actividad partidaria en el Congreso. ¿Por qué el Gobierno no propuso esta misma y probada fórmula de prohibición de pactos, que no es extraña a nuestra tradición y que probó eficacia combinada con el sistema electoral que tenemos?
Las demás explicaciones del ministro, por ejemplo, que a futuro el Gobierno iba a presentar una reforma constitucional y legal más completa, no merece comentarios. Al Gobierno no le queda futuro para empresas de esa entidad.
Es muy difícil que los propios parlamentarios modifiquen el estatuto que rige sus elecciones. Con el tiempo, el problema de la fragmentación se irá incrementando y será cada vez más difícil atacarlo. Ya era difícil reformarlo con el concurso del Ejecutivo. Lo será aún más ahora que el Gobierno se opone. Así, está pavimentado el camino para que aumenten las promesas políticas y escaseen las soluciones. Caldo de cultivo para el extremismo, el autoritarismo y el populismo.
Por cierto, la fragmentación del Congreso no es el único problema del sistema político. Atacarlo no es condición suficiente para que el Parlamento escale al lugar que anhelan los chilenos y comience a salir de la crisis de legitimidad en que se encuentra; pero hacer ese cambio es una condición necesaria para salir del marasmo. El Gobierno ha renunciado a intentarlo.
Ausentes las razones que ha dado para su decisión, solo nos cabe pensar que la motivó el hecho de que varios partidos, partiendo por el Frente Amplio y su aliado más próximo, el Partido Comunista, se oponían a la reforma en razón de sus propias conveniencias. No queda otra que concluir que, al cambiar de opinión, el Presidente renunció a ejercer liderazgo, privilegiando el traje de jefe de su coalición al de Jefe de Estado.