Los últimos años hemos vivido bajo un clima delictual permanente. No hay día, semana y mes sin que hayan ocurrido graves hechos criminales: encerronas, portonazos, turbazos, enfrentamiento de bandas, robos a casas con violencia excesiva hacia sus moradores, lanzazos y ajusticiamientos a manos de sicarios. A veces, conjuntamente en un día se reportan dos o más casos de ese catálogo, dejando una secuela de muertes, incluso de niños. Situación extrema, única históricamente, que urge finiquitarla. Pasa en algunas ciudades de regiones y de manera superlativa en Santiago.
El Gobierno no ha sido proactivo. Al parecer, está convencido de que va en disminución, según se sostiene desde el Ministerio del Interior. A menudo, sus autoridades dan explicaciones en tono grandilocuente sobre hechos que ya han ocurrido, señalando con manidas frases que adoptarán medidas (delegado presidencial dixit) y perseguirán a los delincuentes incansablemente hasta encarcelarlos. No hace mucho, el señor Presidente de la República, sobre un caso que implicó una muerte trágica, dijo que situaciones como esa “lo violentan y movilizan”, pero no se constatan movilizaciones eficaces. Aumentar el número de carabineros, dotarlos de medios de transporte, armamento y mayor presupuesto, puede haber ayudado. De hecho, se han desbaratado algunas bandas, pero es insuficiente; todo sigue igual porque las policías no dan abasto. Este tipo de agrupaciones, no se sabe cómo, se rearticulan o surgen nuevas. Así, el asunto es que siguen operando en forma desenvuelta y hasta más desafiante. Crear un Ministerio de Seguridad puede tener efectos positivos, pero su instalación y funcionamiento demorarán años; mientras tanto, los ciudadanos seguiremos soportando el clima aterrador. Alcaldes, gobernadores y otras entidades han propuesto que miembros de instituciones armadas colaboren, no con poder de fuego, sino con presencia en lugares estudiados previamente. Disponen de sistemas de inteligencia y tecnología pertinente, saben localizar los objetivos que interesan y pueden alertar a policías. Su contribución podría ser muy útil, pero el Gobierno ha sido renuente.
Bajo la palabra “inseguridad”, que se repite, está la sensación de miedo a ser víctima de la delincuencia. Eso siente predominantemente la población. Gente que transita con intranquilidad —aun en auto— en estado de alerta. Oscureciendo, se refugia en sus casas, evita salir de noche. Obviamente es nocivo vivir bajo este clima normalizado. Tiene consecuencias sicológicas; para qué decir quienes han sido víctimas, pueden sufrir trastornos mentales. Hay textos de especialistas que así lo indican. Además, los noticieros de TV abordan los varios casos ocurridos en el día —franja de casi 15 minutos o más— no solo informando, no; relatan los dramas que viven las víctimas, con detalle, como si fuera una serie. Se entrevista a los afectados comenzando con la pregunta: ¿Cómo se siente?; lo mismo con los testigos y personal policial. Todo eso ciertamente exalta el temor y, de paso, comprueba que el miedo es verdadero.
¿Es sensato gobernar tranquilamente un país, a sabiendas que prevalece el miedo en los ciudadanos?