Lo mejor de la última “Guía Aves de Chile”, de Ediciones El Mercurio, es su visualidad. De toda la información sobre 40 especies, me atrae un sutil mapa de Chile: cada ave me espera ahí.
Es la relación entre especie y territorio, tan importante entre nosotros, los vivientes. Mis nietos colchagüinos son marcadamente distintos a los santiaguinos. Otros, habituados a acampar, e hijos de una mamá doctorada en Ecología, especialista en aves, y de un papá buen fotógrafo, recorren y mantienen ciertos silencios meditativos, saben observar y registrar. Y unos más, viajeros consumados, exploran, preguntan, a veces cuentan. Todos territoriales.
A mis hijos les vino muy bien mi amistad con el fotógrafo de aves, el pintor Thomas Daskam y el naturalista Jürgen Rottmann: me abrieron mi cráneo de cemento y enseñé a mirar, viendo. Doy gracias al biólogo Jaime Álvarez, de la U. Católica, que nos guió a mi familia a explorar la rica Cuesta Barriga. A descubrir.
Después, he ido agradeciendo a más. Conocí al gran Augusto Grosse, que nos regaló la mirada en el Aysén; a Antonio Lara, que me incrustó en el bosque valdiviano y me presentó a Kim E. Tripp, del Jardín Botánico de Nueva York, cuando iba a controlar la altura de alerces ¡inoculados con hormona de crecimiento! Agradezco a Conicyt, que, bajo la presidencia de José M. Aguilera, instauró el concepto “Chile, laboratorio natural”.
Esos recovecos climáticos y geológicos del país, territorios, engendran diversidad propia.
Es que, además de nuestro sur, no existe en todo el mundo naturaleza como en el Cono Austral, compartido con Argentina.
Oban, la última ciudad en Nueva Zelandia, está a la altura de nuestro Chile Chico. Desde aquí, las aves tienen mucho más que volar: esa vida hacia el territorio y maritorio australes, chilenos o argentinos, no existe en otra parte.
Nuestro paisaje tienta a 20 alumnos por semestre de la U. de California que estudian sustentabilidad en la sede Villarrica de la PUC. Y la U. de Stanford envía a otros tantos al país a empaparse de nuestra naturaleza. Exploran, lo sé, porque a estos los guía mi nuera.
El ornitólogo Enrique Couve me contaba: un colega desde Texas lo telefoneó a Punta Arenas preguntándole si le podía asegurar ver un chorlito de Magallanes, muy, muy escaso. Afirmativo. Aterrizaron una avioneta en Tierra del Fuego, el tejano sacó la foto y se embarcó a Dallas. Ni al Sotito's fue.
Caminé por cerros de La Araucanía junto a Esmée Bellalta, doctorada en paisajismo en Harvard, esposa del urbanista Jaime Bellalta. Era una suave llanura y, de repente, Esmée se agacha, toma una hojita y cuenta la historia de esa conquistadora verde de aquel preciso territorio.
Esta “Guía Aves de Chile”, obra de la Red de Observadores de Aves y Vida Silvestre de Chile (ROC); Amalia Torres, editora de Vida, Ciencia y Tecnología, y de Juan Pablo Bravo, diseñador y profesor de infografía, será para mí como Esmée. Me susurrará biografías admirables ligadas a nuestros tan extraordinarios laboratorios naturales.
Con tanto que contar, la “Guía” es el tercer volumen. A ir, oír y mirar.