Una de las cosas más sorprendentes de la última encuesta del CEP es la opinión que la gente tiene acerca de su vida personal.
Preguntados acerca de ella, el 73% muestra alta satisfacción; cerca del 80% confiesa lo mismo respecto de sus relaciones de pareja; un 93% dice estar plenamente satisfecho de la relación con sus hijos; un 75% satisfecho o muy satisfecho con su trabajo; un 77% dice estar muy bien en el lugar donde vive; apenas un 17% considera su situación económica mala o muy mala, y en cualquier caso, un 37% confía en que mejorará.
Sin embargo, consultados acerca de la situación del país, la opinión mayoritaria es sombría, no agorera de desastres, pero sombría.
Hay, pues, una suerte de disociación entre el diagnóstico que las personas efectúan respecto de sí mismos y aquel que formulan respecto de la situación global económica o política.
¿Qué significado podría tener ese fenómeno desde el punto de vista de la vida común?
El más obvio, y no necesariamente alarmante, es que las personas no sienten ni experimentan que su vida personal y la satisfacción que experimentan con ella, se vea alterada o ensombrecida por la situación global. En otras palabras, la vida política (entendiendo por tal el entorno nacional) tendría poca incidencia en la vida cotidiana, en el quehacer del día a día de las personas, en eso análogo a lo que Conrad llamó alguna vez la bendita rutina del barco. ¿Es esta una noticia amarga, alarmante, preocupante, un signo de que algo anda mal, una crisis de nuestra vida cívica que se habría vuelto irrelevante? No, necesariamente. También puede ser un signo de que las personas son capaces de gestionar su vida hasta alcanzar importantes niveles de satisfacción de una manera prescindente de las instituciones (con la excepción de la seguridad). Y ese fenómeno no puede ser estimado raro o sorprendente en una sociedad diferenciada, donde el poder político gestionado desde el Estado tiene pocas posibilidades de teledirigir la vida social. Alguna vez se representó a la sociedad (a la sociedad nacional, para ser más preciso) como una pirámide en cuyo vértice se encontraba el Estado y al que se subordinaban la economía y la cultura; pero esa imagen ya no describe a la sociedad. El Chile contemporáneo ha experimentado intensos procesos de individuación y de diferenciación entre sus esferas cultural, política, familiar, etcétera, de manera que es una sociedad hasta cierto punto descentrada. No es del todo malo, porque cuando eso ocurre la vida se vuelve más plural y las personas ganan autonomía.
Pero si lo anterior es así, si las personas declaran estar satisfechas con su vida personal, ello quiere decir que el discurso redentor que reduce a las personas y a las mayorías a víctimas abusadas y maltratadas, corderos expuestos a crueles lobos, no le hace sentido a la mayor parte de estas. La reacción paternalista frente a los datos de la encuesta del CEP (ellos están mal, pero la mejor muestra de cuán dominados están es que no lo advierten) solo profundiza esa distancia entre algunas élites políticas y académicas y la ciudadanía. Como es obvio, quien siente altos niveles de satisfacción con su vida personal mira con distancia e ironía a quien pretende o presume saber cómo redimirlo o salvarlo de su circunstancia. En esta parte quizá haya una lección relevante para los políticos (especialmente, para algunos entusiastas diputados del Frente Amplio y el propio Presidente Boric), que deben cuidar que su discurso derogue una trayectoria y una peripecia vital que las personas (como por enésima vez lo muestra la encuesta CEP) consideran que vale la pena. Las personas que se sienten como esta encuesta lo muestra, requieren que se reconozca el valor de su trayectoria vital y no que se la derogue.
Y quizá también haya aquí una lección para esa parte de los cientistas sociales que sienten una rara delectación con los aspectos sombríos de la vida social y que al mirarla (como antes el inquisidor buscaba pecados o el periodista de hoy, accidentes y escándalos) buscan crisis, patologías, próximos abismos, distancias insalvables, alguna revuelta que confirme, siquiera transitoriamente, sus diagnósticos. Este fue el tono dominante en los inicios de la sociología (es cosa de releer a Comte y ver cómo diagnostica la expansión de la sociedad moderna); pero a estas alturas es necesario hacer el esfuerzo de comprender cómo y por qué, a pesar de todas las críticas normativas que pueden formulársele, funciona.
La encuesta CEP muestra también de qué forma las personas han retrocedido en su evaluación de los acontecimientos de octubre del 2019, y permite darse cuenta a muchos (más vale tarde que nunca) de que la crítica social y el diagnóstico de las patologías de una sociedad que se moderniza es una cosa y que el análisis normativo es otra, y que la primera no debe transformarse, como ocurrió hace cinco años, en un coro de jeremiadas con notas al pie.