Los crímenes y la violencia cotidiana en Bajos de Mena han revelado —por enésima vez— el grave problema por el que atraviesa la sociedad chilena: la incapacidad del Estado para imponer el orden.
Y lo dramático es que a veces da la impresión de que está sin conducta, sin saber qué hacer.
Para apreciar la gravedad del problema, es útil recordar que el Estado moderno consiste en una asociación de dominio (la fórmula es de M. Weber) que reclama para sí, con éxito, el monopolio de la fuerza física. Antes que apareciera, la fuerza pertenecía solo a los particulares o, mejor, era una actividad empresarial que se contrataba por los principados o los nobles. De pronto, sin embargo, principia un largo proceso de expropiación de la fuerza a los particulares y surge el Estado tal como lo conocemos hoy (o lo conocíamos hasta hace poco). El Estado se apropia de la violencia y la monopoliza, y evita de esa forma que ella se entronice en las relaciones sociales. Si no lo hace, el uso indiscriminado de las fuerzas privadas compitiendo entre sí genera una situación autodestructiva, una guerra de todos contra todos, donde los lobos se comen a los corderos. Por eso, el miedo a la muerte violenta opera casi como un principio moral que justifica al Estado. De ahí que Weber afirme que el uso de la fuerza física es el carácter específico del poder político y que quien no comprende esto es un niño, políticamente hablando.
¿Qué ha podido ocurrir en la sociedad chilena para que ese principio fundamental que legitima al Estado parezca haberse olvidado?
Los clásicos (por ejemplo, Locke) subrayaron que la vida social descansa sobre dos miedos: el miedo al hambre y el miedo al otro. Y la tarea del Estado consistiría en espantar y disipar ambos.
Sin embargo, lo que parece haber ocurrido es que durante un largo tiempo se subrayó en demasía solo una de esas tareas del Estado —la de suprimir el hambre—, enfatizando su labor redistributiva o incluso productiva, y se arriesgó, así, olvidar o minimizar esa otra tarea que recae sobre el Estado y para cuya consecución es insustituible: apagar el miedo al otro.
Ese error —no vale la pena ocultarlo— lo ha cometido, ante todo, una parte de la izquierda.
Es probable que ella o sus intelectuales hayan creído que si se apagaba lo que los clásicos llamaban el miedo al hambre (en términos contemporáneos, se satisficieran de manera equitativa las necesidades) se extinguiría poco a poco la agresión violenta, que no sería más que uno de los efectos de la injusticia. Así, una vez que se espantara el miedo al hambre, por añadidura acabaría la agresión violenta que explica el miedo al otro.
Desgraciadamente la violencia es parte de la condición humana y salvo la hipótesis (no destinada a verificarse) de que pudiera haber un retorno al jardín del edén, las sociedades humanas deberán, si no quieren que impere la ley de la selva y el miedo al otro invada a los ciudadanos, administrar el empleo de la violencia, monopolizándola en algunas agencias y ejerciéndola en base a reglas.
Esa es la razón de por qué a la base del derecho se encuentra la distinción entre el ejercicio de la fuerza física (o, si se quiere, la violencia) legítima e ilegítima. Mientras para una visión moralmente ingenua todo ejercicio de la fuerza o de la violencia debe rechazarse y tildarse de ilegítima (por eso de que quien a hierro mata a hierro muere), el Estado moderno y la democracia descansan en la posibilidad de distinguir entre la fuerza legítima y la ilegítima; entre la que debe en ciertos casos ejercerse y la que no; entre la legítima que el Estado ejerce en base a reglas, y la ilegítima que, sin más, ejercen los ciudadanos entre sí.
Esa puede ser llamada (y hay que recordarlo especialmente en circunstancias como las de hoy) la distinción categorial sobre la que descansa la existencia del Estado; la distinción que si no se recuerda, una y otra vez, hace irrelevante la existencia del Estado y transforma en un infierno la vida cotidiana, un infierno para escapar del cual los ciudadanos estarán dispuestos a pagar cualquier precio. Por eso Kelsen, el gran jurista vienés, afirma con ánimo polémico que decir Estado de Derecho es una redundancia, un pleonasmo, en la medida en que donde hay Estado existe la fuerza ejercida en base a reglas, o, dicho de otro modo, se distingue entre la fuerza sin más y la fuerza ejercida en base a reglas, entre la fuerza ilegítima y la legítima.
Esa es la distinción que para los habitantes de Bajos de Mena y de otros barrios en Chile carece hoy de todo sentido porque el Estado, para ellos, simplemente no existe.