Si usted es de los que se educó leyendo libros que ahora cuesta encontrar en las librerías, como la Historia de Chile de Jaime Eyzaguirre, tendrá por supuesto que el pueblo chango, nómada del litoral desde Arica hasta la zona central, está hoy extinto.
Pues bien, si ese es su caso, está atrasado de noticias. La Ley 21.273 de 2020, que modificó la Ley Indígena de 1993, incluyó dentro de los pueblos originarios reconocidos por el Estado de Chile a los changos. Habría entonces un pueblo chango viviente, así como hay mapuche y rapa nui. Su extensión iría desde la Región de Antofagasta hasta la de Valparaíso.
No es recomendable controvertir la veracidad de su existencia. El informe de la consultora Arista Social, encargado por el Ministerio de Desarrollo Social, que sirvió de base para su reconocimiento legal, señala que “los changos han debido hacer frente a afirmaciones hegemónicas” que niegan su existencia. Advierte que la ausencia de reconocimiento puede “causar un profundo daño a nivel individual como colectivo”. Prohibido cuestionar.
Pero vamos a cuestionar igual. El estudio referido tiene 327 páginas y cabe la duda de si los legisladores lo leyeron completo. El estudio hace alusión al Convenio 169 de la OIT sobre pueblos indígenas, ratificado por Chile en 2008, que en su Art. 1 explicita a qué grupos se aplica. Para el caso de quienes se declaran changos, el estudio indica —sin demostrarlo— que se estaría en la situación prevista para el caso de pueblos “considerados indígenas por el hecho de descender de poblaciones que habitaban en el país… en la época de la conquista o colonización…”. Pero esa no es la única condición que establece dicho artículo. Exige también, de modo copulativo, que los referidos pueblos “conserven todas sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas o parte de ellas”. La lectura del estudio revela que no se conserva ninguna, ni entera ni en partes.
A falta de ello, sobre la base de entrevistas, el estudio discurre sobre qué distinguiría a los changos del resto de los chilenos, indicando tres características: 1) el apego identitario en torno al mar; 2) la familia como núcleo central, y 3) el recuerdo colectivo de los “antiguos changos”.
Resulta evidente que al estudio le falta un grupo de control, porque la primera característica puede encontrarse también en otros grupos, por ejemplo, en muchos de los nacidos y criados en Valparaíso —“porque este puerto amarra como el hambre”, cantaba el Gitano Rodríguez—, por no hablar de “la familia como núcleo central”, en ningún caso una característica exclusiva de los menos de cinco mil habitantes autoidentificados como changos en el censo de 2017.
En cuanto a los “antiguos changos”, que el estudio describe como “antepasados a quienes se les atribuye la creación de la tradición marítimo-costera”, los entrevistados señalan sentirse identificados con ellos por dedicarse también a la pesca. Pero lo mismo podrían decir los más de 90.000 pescadores artesanales de Chile.
Cuento corto, ninguno de los tres atributos es exclusivo del pueblo que el estudio buscaba caracterizar.
Como el contorno de lo que sería el pueblo chango resulta indefinible, el estudio recurre al concepto de “etnogénesis”. Conforme a este, basta con que un grupo “tome conciencia” de ser indígena para que merezca reconocerse como tal. Como los entrevistados se sienten changos, entonces deben ser changos. El ministerio podría haberse ahorrado el gasto en el estudio.
En el marco de dicha etnogénesis, la evidencia empírica da lo mismo. Citamos: “cuando los propios actores del grupo étnico asumen posturas sobre su identidad étnica como un lazo de sangre o primordial, no es adecuado constatar si estas idean son ciertas, ‘verdaderas' o tienen asidero empírico…”. Palabra de los autores.
No sorprendentemente, los propios entrevistados advierten lo imposible que resulta definir qué los distingue como changos. Señala uno de ellos: “¿los changos son de apellido Tapia?, ¿eran de apellido Rojo?... tenemos que decir que estamos en una nebulosa bien grande”.
Suficiente de nebulosa y etnogénesis. Vamos ahora al quid del asunto: se trata de la economía. Hay enormes incentivos para ser reconocido como pueblo originario. De partida, las subvenciones de la Conadi, entidad que en los últimos diez años suma gastos por casi 1.900 millones de dólares.
Pero las subvenciones son solo la entrada, porque el plato fuerte está en otra parte: el derecho a reclamar territorio y recursos. El Convenio 169 establece en su Art. 14 el derecho de los pueblos originarios a utilizar tierras que no estén exclusivamente ocupadas por ellos, “pero a las que hayan tenido tradicionalmente acceso…”, con especial atención a los pueblos nómades. Y bueno, como los changos eran nómadas del litoral desde Arica hasta la zona central, el valor de esos derechos, y el poder que conllevan, es colosal.
Ya tenemos una primera muestra del poder adquirido. Recientemente, el Servicio de Evaluación Ambiental de Antofagasta puso término anticipado a la evaluación de una iniciativa de Colbún, que contemplaba una inversión de 1.400 millones de dólares para un sistema de almacenamiento de energía solar, que hubiese sido el primero en su tipo en América Latina. La autoridad ambiental sostuvo que la empresa había omitido información relevante sobre dos comunidades changas. La empresa respondió que sí las había considerado. Pero el daño ya está hecho.
No está claro si lo que ocurrió fue una suerte de comedia de equívocos del tipo de “La importancia de llamarse Ernesto” —enredo de significantes y significados— o lucha de poder entre comunidades changas en apurada formación.
Lo que sí queda claro es que la Ley 21.273, justificada en un estudio que nadie parece haber leído, ha empoderado a un nuevo grupo de interés, que ahora se sabe capaz de secuestrar inversiones de evidente beneficio para el país, si lo que percibe de aquellas no le satisface. He ahí la importancia de llamarse chango.