Ante la amenaza de los chats de Hermosilla se manifiesta nuevamente nuestro ethos tan particular. ¿Por qué en Chile los escándalos de corrupción propagan tanto el morbo del fanatismo y el entusiasmo moralizante?
A fines del siglo XVIII existía un debate acerca de la naturaleza del hombre. Para pensadores como David Hume y Adam Smith, los seres humanos no éramos ángeles. Y la justicia no caía del cielo. Hume aconsejaba que para establecer las reglas de justicia había que asumir que todos somos “pillos sensatos” (sensible knave). Somos iguales ante la ley. Y para convivir tenemos a la justicia que es ciega e imparcial como en la tierra, no como en el paraíso. Desde entonces, el mundo anglosajón es bastante realista y práctico en estas materias.
Por el contrario, Jean Jacques Rousseau creía que el hombre debía recuperar las virtudes del buen salvaje (bon sauvage). Para el filósofo ginebrino, el progreso corrompe al hombre. Por tanto, es necesario volver a ese estado de pura bondad y solidaridad. No en vano el lema de la Revolución francesa fue liberté, égalité y fraternité. Esas dos bellas palabras, coronadas por la fraternidad, derivaron en la muerte por ley. Por el contrario, las reglas de justicia anglosajonas para proteger la libertad y lo propio —el rule of law— condujeron al progreso y a la democracia liberal.
Junto a la de España, la influencia francesa ha sido determinante en nuestra historia. De Francia heredamos ideas como las de Rousseau. Y de España, el colonialismo y el catolicismo. Ambas tradiciones se reflejan en nuestra cultura: el buen salvaje conversa con la culpa católica y el ideal del hombre nuevo renace contra algún demonio que nos acecha.
Este fenómeno moral tan nuestro sorprende por su piadosa diversidad. Giorgio Jackson pontificaba sobre la superioridad moral de su generación. Por ahí apareció una caja fuerte vacía. Siguieron los escándalos de las fundaciones y el voluptuoso caso lencería. Con saludable humor algunos exigían transparencia total. Poco después fue el turno de Pablo Zalaquett. Nadie quería aparecer en su mesa. Su compañía era moralmente reprochable. Lo mismo sucedió con Natalia Compagnon, el caso Penta y para qué hablar de Soquimich, cuyas esquirlas anticipan lo que será el caso Hermosilla.
Somos campeones para rasgar vestiduras y apuntar con el dedo. Ni siquiera el más poderoso, el Presidente Boric, se pudo resistir a la tentación. Minutos después de decretarse la prisión preventiva escuchamos el imprudente sermón presidencial: “qué bueno que los que se creían poderosos vayan también a la cárcel”.
Dicen que los chats del abogado Hermosilla llenan unas 700.000 páginas. Si asumimos que cada página contiene unos 5 mensajes y que el uso de WhatsApp se popularizó hace unos 10 años, su celular tendría al menos unos 350.000 intercambios al año, esto es, casi 1.000 mensajes por día. Si aplicáramos la Ley Karin, su capacidad comunicacional sería aún más portentosa. Estaríamos frente a los dedos más rápidos de la plaza.
Con toda la información ahora en manos de los Hermosilla, tiembla el establishment y se aviva el entusiasmo que nos puede llevar a perder la sensatez. Por ejemplo, ¿no debemos cuidar y proteger el ámbito de lo privado? Ante el uso y el abuso de esta causa, ¿no puede un ciudadano hablar de ucranianas, polacas y argentinas? El morboso voyerismo moral parece ser incluso más fuerte que ese principio liberal de la privacidad.
Es curioso que nos sorprendamos tanto ante los escándalos. Nicanor Parra, que estudió en Oxford, creía que somos “un embutido de ángel y bestia”. En Chile, esta realidad tan simple no es un poema sino un antipoema. Tal vez por eso Parra nos decía que “creemos ser país y la verdad es que somos apenas un paisaje”, un paisaje donde las noticias y debates en torno a los escándalos son solo otro escándalo.