Nicolás Maduro ya ha elegido su modelo para perpetuarse en el poder: Kim Jon-un. La fórmula es conocida y consiste en comprar el apoyo de todos los poderosos; mantener a una parte de la población sujeta por el estómago; controlar los medios de comunicación, y perseguir a los disidentes por todos los medios. Para hacerlo, cuenta con el soporte de Cuba, Rusia e Irán, y el trabajo de unos organismos de policía o paramilitares que se caracterizan por ser implacables.
Frente a él se alza María Corina Machado y, con ella, una multitud de venezolanos, tanto en su país como en el extranjero. ¿Tienen miedo? Por supuesto que sí, al menos los que están en Venezuela. Pero aquí está el error de cálculo del chavismo, porque, contrariamente a lo que suponía, ese miedo no los ha paralizado. No se han dado por vencidos, aunque allí estén los garrotes; el Helicoide, que al decir de Machado “es el centro de torturas más grande de América Latina”, y también un Poder Judicial y unas fuerzas armadas que obedecen dócilmente la voluntad de Maduro.
¿Tiene la oposición alguna posibilidad de éxito? Si lo vemos con frialdad, no son muchas. El sistema Kim Jon-un puede funcionar muchos años, a menos que haya personas que estén decididas a enfrentarlo y pagar los costos, que pueden ser enormes. El problema para Maduro es que se ha encontrado con ciudadanos que están dispuestos a pagarlos.
Otro tanto cabe decir de los venezolanos que hacen manifestaciones en todo el mundo. Ellos no se preguntan si ellas son útiles o no. Simplemente las hacen. Ya sabremos en unos años más si tuvieron efecto. Hoy, los libros de historia hablan de las manifestaciones de los lunes en Leipzig, que contribuyeron de manera decisiva a la caída del Muro, aunque los que participaron en ellas en ese momento no podían saberlo.
¿Qué lección podemos sacar de todo esto? Una muy importante: las cosas no se hacen porque uno está seguro de que vayan a tener éxito, sino porque hay que hacerlas. La plaga del pesimismo ha afectado a muchísimos chilenos que ven, desalentados, que su país es víctima del narcotráfico, la violencia en las ciudades, el terrorismo en la Araucanía y la corrupción. Como están influidos por el exitismo, piensan que no vale la pena hacer nada porque todo lo que se haga está amenazado por el fantasma del fracaso.
Hoy, los padres ven con desesperanza que cada vez les resulta más difícil influir a sus hijos; las ciudades se llenan de fealdad; los empresarios constatan con desilusión que sus esfuerzos para dar origen a proyectos que entregarán trabajo a miles de chilenos resultan ahogados por la desconfianza o incluso la envidia; los profesores ven que cada día se hace más difícil enseñar, y que no cuentan con el respaldo de los padres ni de los gobiernos para recuperar en las escuelas esa autoridad que es básica para llevar a cabo la tarea educativa.
Todo esto causa pesar y desanima. Pero el ejemplo de los venezolanos nos muestra que otra actitud es posible. Hay que perder el miedo al fracaso y trabajar en proyectos de largo plazo, aunque no tengamos ninguna seguridad de que resulten exitosos.
Venezuela era un país rico y educado, que se dejó llevar por la frivolidad, desperdició oportunidades y dejó la política en manos de cualquiera. No hizo a tiempo las reformas necesarias y cuando llegó un redentor, Chávez, no pudo oponer nada a su discurso. Pero gran parte de sus ciudadanos han aprendido la lección y un día volverán a su país para corregir errores pasados y empezar de nuevo.
Otro tanto cabe decir de Chile. Nuestro país consiguió poner en marcha una transición a la democracia que, con defectos, dio origen a un sistema que jamás habríamos podido soñar cuando en las calles de Santiago se enfrentaban con nunchakus y garrotes los militantes del MIR contra los de Patria y Libertad. Pero pensamos que la prosperidad que traía la economía de mercado y la estabilidad de nuestra democracia representativa iban a durar para siempre; que el éxito era tan claro que no necesitábamos hacer algunos imprescindibles ajustes. Imaginamos que podíamos tener buenos y pacíficos ciudadanos mientras se destruía la familia; personas cultas sin preocuparnos de la educación inicial; estabilidad social en un país donde crecían los campamentos, con ciudades donde mucha gente pasaba más de tres horas al día en un medio de transporte.
De pronto, descubrimos que todo eso no era posible, y nos asustamos al ver los resultados. Nos parece que en pocos años nuestro país resulta irreconocible; que la economía está detenida; que la inversión flaquea; que carecemos de proyectos inspiradores; que la violencia ya toca las puertas de nuestras casas, y la frivolidad marca el tono de la vida pública.
Todo eso es verdad, pero no constituye un proceso fatal. En los años que vienen habrá que llevar a cabo una tarea durísima para recuperar la verdad, el bien y la belleza en nuestra vida social, amenazadas como están por la mentira, la maldad y el feísmo. Esto tomará mucho tiempo y habremos de decirlo claramente a los hijos, los electores, los alumnos, y los diversos actores de la vida económica.
No sabemos si nos acompañará el éxito: quizá la decadencia de Chile sea irreversible o en el mejor de los casos nos espere la mediocridad. Pero el ejemplo de los venezolanos nos muestra que vale la pena intentarlo.