¿Tiene razón el abogado Juan Pablo Hermosilla al quejarse de la reacción que tuvo el Presidente a raíz de la prisión de su hermano?
Aparentemente, no.
El Presidente Boric, puede argüirse, no hizo más que ejercer una opinión, manifestar el punto de vista que a él le merecía la prisión preventiva de Luis Hermosilla. Como el derecho a emitir opiniones es un derecho fundamental del que el Presidente no está excluido, no habría nada reprochable en las palabras que emitió.
¿Será así? ¿Será verdad que el Presidente puede emitir ese tipo de opiniones respecto de un caso particular?
Los ciudadanos, como es obvio, pueden emitir las opiniones que les plazca respecto de este asunto o de cualquier otro. Pueden manifestar alegría o, en cambio, tristeza, pesadumbre o satisfacción por las resoluciones judiciales, sean de relevancia pública o, en cambio, de incidencia puramente privada. Sin embargo, no ocurre así con las autoridades, menos cuando se trata del Presidente de la República. El Presidente puede emitir opiniones generales a propósito de un asunto judicial (como lo hizo la semana pasada, al observar que la vida social parecía descansar en una trama oculta); pero no es posible, desde el punto de vista del derecho vigente, que manifieste opiniones respecto de un caso particular en curso, un asunto con nombre y apellido que está siendo objeto de deliberación por parte del sistema de justicia y cuando aún no existe ni siquiera un juicio en sentido estricto, puesto que, como se sabe, Luis Hermosilla recién acaba de ser formalizado, es decir, se ha enterado con todos sus pormenores de lo que se le acusa sin que aún exista un discernimiento contradictorio de la prueba.
El Presidente no solo es imprudente al hacerlo: tiene el deber de no emitir opiniones individualizadas.
Y el Presidente no debe hacerlo, puesto que él es el custodio de la institucionalidad y de las reglas, entre las que se cuenta la presunción de inocencia y el procedimiento judicial que recién comienza. Manifestar alegría o pesadumbre por una decisión específica equivale a abandonar el respeto de las reglas, o desconocer su imperio, o relativizar la obligatoriedad que pesa sobre todos. El Presidente debe dar garantía de que las reglas imperarán, a pesar de la opinión que a él o a cualquier otro le merezca el asunto sometido a la decisión de los jueces. El Presidente es, en buenas cuentas, el garante simbólico y final de que los procedimientos y las reglas habrán de respetarse.
Es probable que el Presidente se haya apresurado por el hecho de que el caso despierta el aplauso de la mayoría, la que parece creer que Hermosilla es sin más culpable de todo lo que se le acusa, un fanfarrón o un pícaro que merece ser castigado y de paso, todos quienes se relacionaron con él. Y entonces, es probable que el Presidente se haya visto tentado a sumarse al coro en la condena apresurada a Luis Hermosilla, y junto con él sus ministros, alguno de los cuales comete el error de desplegar su inocultable vocación de comentarista. Pero de ser así —si es el anhelo de sumarse al coro lo que motivó la reacción presidencial—, el asunto es aún peor, porque la función de las reglas legales y para qué decir la función o papel que cumple el procedimiento judicial (un procedimiento que en este caso recién comienza), no es el de amplificar la reacción de la mayoría, sino contenerla, poner ascetismo allí donde hay dispendioso entusiasmo y un amplio deseo de castigo. El Presidente debe apoyar las reglas y el procedimiento que ellas establecen incluso si la mayoría deseara apresuradamente, como suele ocurrir, abandonarlas.
El derecho es, en este sentido, contramayoritario e impopular. La escena de Pilatos oyendo a la multitud y congraciándose con ella (aunque en este caso no se trata de Jesús precisamente) es lo contrario de lo que el derecho debe ser. El derecho debe dar la espalda a la mayoría y solo atender a las reglas. Y el deber de la autoridad es hacer valer a estas últimas. Es verdad que en democracia las reglas expresan la voluntad de la mayoría; pero una vez que esa voluntad se plasma en la ley, se independiza de la mayoría y como un resultado infiel comienza a limitarla. El derecho democrático es como la estrategia de Ulises: la mayoría en momentos de deliberación se ata a sí misma, y ordena que los funcionarios sean sordos a la voz de la mayoría como única forma de no dejarse llevar, llegado el momento, por la reacción emocional inmediata.
Se ha subrayado poco y suele malentenderse, pero la tarea del derecho no es estar al servicio de la mayoría, de los humores o las reacciones inmediatas de las personas, sino que la tarea del derecho es contener la reacción de la mayoría, racionalizar aquello que entregado a sí mismo sería pura reacción emocional. Y es que tenemos leyes, según la frase famosa, para no tener príncipes, para que no sea la voluntad humana particular la que decida, sino una regla previamente deliberada y puesta a funcionar mediante intrincados procedimientos la que tenga la última palabra.