En el caso Audio se entrelazan múltiples problemas. Los hay penales, que son los más obvios; los hay propios de la picaresca y la maledicencia; hay otros que se expanden amenazando con alcanzar vaya uno a saber a quién. Y así.
Pero hay algo que el caso muestra y pone ante los ojos que es tal vez lo más relevante, quizá sería mejor decir inquietante, de todo. Acerca de ello llamó la atención el Presidente Gabriel Boric:
“Durante mucho tiempo hubo un sector muy privilegiado de la sociedad que creía que por la alcurnia que ostentaba era inmune ante la justicia (...). Hemos visto una trama bien siniestra que raya en la desfachatez”.
Claro, en este caso, no se trata solo de alcurnia o de linaje, y tampoco se trata de algo que haya quedado atrás, en el tiempo que ya fue; pero el Presidente tiene razón en que este caso pone de manifiesto que por debajo de la vida social hay una trama, una urdimbre que salió a la luz.
Y eso es lo relevante.
Porque lo que revela el caso Audio, y la seguidilla de revelaciones que en él se contienen, es que la vida social no se desenvuelve a la vista de todos y de la manera convencional que las costumbres o las leyes indican, sino que hay un cierto estrato de realidad en que se mueven influencias sociales, se toman decisiones, se promueve a este o aquel, se transan negocios y se hace política, sin que ni la ciudadanía, ni las audiencias, ni la llamada opinión pública se enteren. Es como si por debajo de las leyes y las costumbres operara el verdadero guion de la vida social, un libreto oculto y soterrado, hecho de lealtades sociales, de clase o de mero interés, donde se oculta la mano que mueve los hilos. No se trata de la obviedad de que todos poseen una vida privada que si saliera a la luz nos sorprendería. No, eso es obvio. Lo que muestra el caso Audio es que hay asuntos públicos (nombramientos, decisiones, influencias) que, no obstante, circulan, se negocian, se transan y se comunican a espaldas de todos.
No son, pues, los delitos que se imputan a Luis Hermosilla lo que más debiera llamar la atención, o lo único que debiera sorprender de este caso, sino todas aquellas otras cosas que no son propiamente delitos, pero que revelan la manera subterránea, soterrada, en que se manejaron (y es probable aún hoy se manejan) muchos asuntos que conciernen a todos. Por supuesto se dirá que Luis Hermosilla era un fanfarrón, alguien que presumía de redes y de contactos de los que, en realidad, carecía, y que los nombres que invocaba eran fantasías, simples jactancias y que las personas que menciona no por eso le estaban vinculadas; pero es obvio que la fanfarronería no alcanza como explicación para el fenómeno, puesto que en este caso existía una estructura de plausibilidad que hacía (y que hace) verosímil aquello de lo que presumía. Si no ¿cómo explicar que fuera un asesor relevante y un abogado que, según se hizo público, llegó a serlo del gobierno de S. Piñera? ¿A qué se debía entonces que llegara a ser abogado de la familia Guzmán? ¿Estaban todos ellos hipnotizados por la fanfarronería, seducidos por la jactancia, envueltos en una fantasía elucubrada por un encantador de serpientes? Lo más probable es que no. El papel de que presumía Hermosilla no debió haber sido en caso alguno inexistente como se quiere hacer creer ahora, al presentarlo como si fuera nada más que un simple y voraz delincuente.
No cabe duda.
El Presidente Boric esta vez tiene razón. Una parte importante de la vida pública descansa en una trama, en un tejido hecho de lealtades y favores, de intercambios, y de amistades entre comensales, y de todo ello (puestos los delitos al margen) hay abundantes muestras, hasta el extremo de que muchos de quienes leen hoy estas páginas han de participar de lealtades mutuas y de favores cruzados convenidos en medio de telefonazos, en reuniones sociales, comidas, o en ritos semejantes por donde transcurre el reverso de la vida pública.
Nos gusta creer que la realidad acaece ante nuestros ojos, y que si queremos saber qué sucede aquí o allá, basta tenerlos bien abiertos, conocer la ley y leer el diario. Basta eso, pensamos, para saber a qué atenernos y saber cuáles son los deberes cumplidos o incumplidos que nos atan y nos obligan. Y pensamos también que esta o aquella persona es así o asá, inteligente o lerdo, correcto o incorrecto, merecedor de prestigio o no según lo que hace y dice ante el público.
Hasta que viene Luis Hermosilla y nos recuerda eso de que cuando miramos a alguien que participa de la vida pública, nunca sabemos cómo será su rostro mañana.