Hablar sobre género resulta peligroso si uno se aparta de ciertas corrientes que hoy están muy difundidas. Así lo experimentó en estos días José Gallardo, un biólogo de la PUCV que dijo cosas como: “Todas las células de mi cuerpo son XY, desde la fecundación. Ninguna reflexión profunda individual, colectiva o cultural y social podrá cambiar esa naturaleza de mi ser varón. Tampoco lo podrán hacer las hormonas o la cirugía: ninguna de ellas”. Además, señaló que, aun con esas intervenciones, jamás podría saber lo que es amar como mujer, hija o esposa.
Hoy, determinadas afirmaciones se consideran ofensivas y dañinas. No nos referimos a las agresiones a la dignidad de las personas homosexuales al estilo de las que, según nos recuerda Gallardo, sufrió Alan Turing, el matemático que fue sometido a la castración química por su homosexualidad. Horrible. Ahora se trata de otra cosa: el solo hecho de no aceptar la antropología trans lo hace quedar a uno excluido de la discusión.
Llama la atención el carácter selectivo con que se establece lo dañino. Un vegano puede decir que comer carne es un acto inmoral y difícilmente un carnívoro se va a inquietar. Un famoso intelectual chileno ha sostenido, de palabra y por escrito, que el celibato le parece antinatural y nadie se siente ofendido al punto de pedir que se censure a otro, aunque afecte, por ejemplo, a Jesús de Nazareth. Aquí, en cambio, se aplica un criterio distinto: la sola afirmación de un biólogo de que los sexos son dos se considera que es una postura transfóbica.
Una peculiaridad de este caso es que tuvo lugar en una universidad católica y el profesor podría ser sancionado. Sin embargo, la Iglesia Católica tiene toda una doctrina sobre el tema, que recientemente ha sido recordada en Dignitas infinita, un documento aprobado por el Papa. Según ella, la diferencia sexual es tan santa que representa la íntima unión entre Cristo y la Iglesia.
Obviamente, hay argumentos filosóficos o biológicos que intervienen en este problema, y de ahí que sea tan significativo el concierto de voces críticas que hoy se ha levantado. Pero hay algunos de carácter religioso, que también debieran interesar a una casa de estudios que nació de la convicción de que fe y razón son compatibles y se enriquecen.
¿Qué dice esa fe? Que el sexo es una realidad sagrada, y no cabe tratarla de cualquier manera. El cristianismo guarda continuidad con la tradición judía: la diferencia sexual es un dato primordial (Gen 1, 27) y no es casual que las relaciones de Dios con su pueblo sean interpretadas por los profetas en clave de esposo y esposa.
Sin embargo, se dice que este tipo de afirmaciones no son aceptables. Por su carácter binario, el hecho de recordarlas constituiría una falta de caridad, porque no refleja la actitud de acogida que debe caracterizar a un cristiano. Esto nos pone frente a preguntas importantes: la acogida, ¿se refiere a las personas o debe incluir también todas sus conductas y exige una validación de cada una de sus ideas?
Ahora bien, basta con abrir el Nuevo Testamento para darse cuenta de que el cristianismo trae un mensaje exigente. Habla de cosas tan difíciles como el amor a los enemigos. Obviamente no apunta solo a materias sexuales, que ni siquiera son las más importantes. Así, a los ricos les pide una determinada actitud frente a los bienes materiales; a los poderosos los mueve a emplear su autoridad como una forma de servicio, y a los intelectuales nos invita a deponer la arrogancia. Sin embargo, también se refiere al ejercicio de la sexualidad, porque no cualquier forma de ejercitarla es compatible con el seguimiento de Cristo. Es más, en el mundo hedonista grecorromano, propone la idea de que la castidad es una virtud y que todos estamos llamados a practicarla, cada uno de acuerdo con sus circunstancias. Para quienes consideran que el placer es el fin supremo de la vida eso era y es una auténtica provocación.
Ciertamente los cristianos no debemos juzgar a las personas y hemos de tener muy claro que esta no es una pelea entre los buenos y los malos. Pero no es lícito mutilar los textos de las Escrituras sobre determinados actos: están ahí y son muy claros. Las palabras de Pablo a los romanos acerca de la degradación moral de esa sociedad son durísimas (Rom 1, 18-32), tanto como las de Santiago a propósito de los ricos que oprimen a los pobres (Sant 5, 1-15).
Estos y otros pasajes nos producen incomodidad y es bueno que sea así, porque constituyen un permanente llamado a una conversión que se nos aplica a todos. Por eso, un mínimo respeto a los otros exige no engañarlos acerca de lo que propone nuestra fe sobre la persona humana y su destino. Habrá que confiar en la misericordia divina, respecto de ellos y de todos nosotros. Pero ocultar los contenidos de la fe para evitar que algunos se sientan incómodos es un insulto a sus inteligencias y a su dignidad, lo mismo que el empeño por silenciar a un biólogo que ha tenido la osadía de afirmar algunas cosas que no están de moda.
Parte de la justificación de la existencia de universidades de inspiración cristiana consiste en que tengan algo distintivo que decir precisamente cuando la discusión parece clausurada. No sería buena idea sancionar a un profesor que quiere cumplir esa misión. Ya es un escándalo si en otras instituciones estas preguntas llevan a cancelación, tanto más aquí.