Isabel Amor fue desvinculada luego de haber ganado un concurso público convocado por la Alta Dirección Pública. Se arguyó, para hacerlo, “pérdida de confianza”.
¿Será verdad que esa desvinculación viola principios que el Gobierno debería salvaguardar?
Veamos.
Desde luego, y sobra decirlo, el mero hecho de ser hija de este o de aquel y que este o aquel hayan hecho esto o lo otro, no es motivo alguno para hacerle ningún reproche. Un principio básico de la dignidad humana es que cada uno es responsable por sus actos voluntarios y nada más que por sus actos voluntarios. De ahí se sigue que es violatorio de la dignidad reprochar a alguien la etnia de la que proviene, el sexo biológico que posee o el apellido de que se es portador. Asignar ventajas o desventajas debido a cualidades adscritas como esas, cualidades no voluntarias, es atentatorio a la dignidad.
Pero no es esa la razón que ha expuesto la ministra Orellana. La ministra ha declarado que el hecho de ser Isabel Amor hija de un condenado por violación de derechos humanos no fue considerada una circunstancia que deteriorara la confianza. No es esa, dijo, la razón de su despido.
La razón del despido, expresó la ministra, son las declaraciones que Isabel Amor vertió respecto de la condena de su padre. Esas declaraciones, en su opinión, revelaban una mala comprensión de los deberes de su cargo en la medida que no separaba con claridad la función pública que estaba llamada a desempeñar, de los deberes filiales o de la opinión que, en tanto hija, tenía de la situación de su padre. La ministra explicó algo más detenidamente su punto de vista:
Uno no puede hablar como hijo y como autoridad. El cargo público pesa más porque es donde se debe cumplir una función. Y en ese sentido —concluyó la ministra— principalmente en un servicio que trabaja con víctimas, que trabaja interactuando permanentemente con el Poder Judicial, esto es un punto relevante.
El punto de vista de la ministra es correcto. Una de las servidumbres de la función pública consiste en poner los deberes legales y el funcionamiento de las instituciones por sobre las relaciones privadas. Si estas últimas se ponen al mismo nivel de las primeras, si, por ejemplo, pesaran lo mismo los deberes filiales que los legales, entonces las instituciones en rigor no existirían. Solo hay instituciones allí donde la espontaneidad afectiva, los deberes filiales, la amistad o el amor conyugal se subordinan al cumplimiento de los deberes que imponen las reglas. En eso consisten las instituciones: en domeñar la subjetividad, y por eso a la hora de los deberes públicos la subjetividad y el afecto deben enmudecer.
Fue lo que no hizo el senador Macaya y reconociendo su error, renunció a la dirección de su partido. Y esto es lo que no hizo Isabel Amor y por eso se consideró que debía dejar su cargo.
Es, pues, exagerado —una vez que la ministra Orellana ha expresado esa razón para desvincular a Isabel Amor— considerar que se está en presencia de un abandono de las convicciones feministas o ejecutando un acto de discriminación.
Nada de eso.
Si la ley permite desvincular a alguien por “pérdida de confianza” y si la autoridad, a la hora de explicar por qué esa confianza se ha esfumado, explica que ello es consecuencia de que la persona del caso mostró no comprender del todo las servidumbres que impone un cargo público —puesto que a propósito de él expuso declaraciones fundadas en el amor filial— entonces no hay discriminación alguna, ni menos arbitrariedad, puesto que esa parece ser una razón suficiente a la luz de la regla. El supuesto de la confianza que se deposita en quien ejerce un cargo público es que es capaz de subordinar las particularidades y la subjetividad en favor de la obligatoriedad de las instituciones. Si no es esa una causa suficiente, ¿cuál otra podría equivaler a una pérdida de confianza? Obviamente, la confianza de que habla la ley no es la confianza interpersonal que surge de la amistad o de la alianza política, sino la confianza que un funcionario despierta por su disposición a someterse a las instituciones, por el ascetismo que muestra a la hora de la propia subjetividad. Y si alguien no demuestra esa disposición o la muestra feble, ¿por qué no podría esgrimirse la causal? ¿Es que acaso pedir sobriedad de las propias emociones y mostrar estricto control racional en el cumplimiento del deber —domeñando incluso los afectos— no es parte del deber de quien ejerce funciones públicas?
Lo interesante de este caso es que si eso es así —si la verdadera razón para desvincularla fuera que Isabel Amor dejó que la subjetividad filial brotara con ocasión del cargo que asumía—, entonces la ministra Orellana habrá puesto muy alta la vara en la función pública, puesto que sobran quienes, confundiendo sus deberes públicos, hacen gala de la subjetividad con ocasión del cargo que poseen. Y ello se ha visto incluso en la defensa de Isabel Amor, cuando se solicita se reconsidere la decisión o se la reincorpore apelando a que se la ha maltratado, como si ella fuera una víctima del prejuicio y la intolerancia y no simplemente una persona inteligente y autónoma que a riesgo suyo, y con ocasión de su cargo, dejó que la subjetividad estuviera por momentos al mando exponiéndose entonces a ser, como fue, mal evaluada.