A una nieta universitaria le carga la física; le gustan los cómics. La comprendo: en el colegio, mi profesor del ramo, de poca imaginación, se quejaba de la falta de laboratorio. Decía que enseñaba “physiquesansappareilles”. Y desarrollaba fórmulas que debíamos aprender.
Yo no conseguía entender esto de que la velocidad era el espacio partido por el tiempo. Me imaginaba un molde de pan, el espacio, rebanado en tajadas por un cuchillo, el tiempo. Pero tiempo y espacio se me aparecían tan distintos, como decir agua y punzón, o arroz y huevo frito.
En la universidad, un profesor joven, divertido, sin laboratorio ni aparatos, me enseñó “Filosofía natural”: los pre-socráticos y luego, en detalle, la Física de Aristóteles. Me encendió.
La Física de Aristóteles comienza así:
“Cuando los objetos de una investigación, en cualquier área, tienen principios, condiciones o elementos, el saber se alcanza mediante el conocimiento de estos”.
El profesor a veces nos hablaba en griego: “meta táfisicá”, que yo interpretaba como el salto desde la física a la desafiante metafísica.
Confío, el recién presentado libro-cómic “Física ¡guau!”, del doctor Francisco Claro y el ilustrador Christian Lungenstrass, encantará a mi nieta quien, como yo antaño, recela de la física y goza los cómics (lo impulsa la Fundación SM).
La historia ocurre en la Atenas del siglo V a. C., ahí conviven quien sabe y quien pregunta: Donomero y Griegorio (un sabueso de orejas colgantes).
El físico Claro es pianista y el ilustrador Lungenstrass, obvio, también es artista. Francisco publicó en 2015 el libro “A la sombra del asombro”, que comienza así: “Sentado frente a la ventana, observo el pequeño jardín asoleado, con su terraza en sombra. Veo las sillas blancas de plástico, los maceteros de arcilla rojos, el patio de cemento, la pelota de fútbol, de cuero, en un rincón; veo las hojas de los más variados verdes en los árboles”.
Ritmo, como en esas piezas musicales que van instalando una plataforma para resolverla al concluir. El final es así: “Me veo a mí mismo viendo y me pregunto ¿cómo es todo ello posible? ¿Por qué tanta diversidad?”.
En el cómic, Donomero y Griegorio divisan Atenas, en el barullo aceptan una invitación a conocer la Acrópolis. Ahí, se abren dos preciosas y solemnes páginas: la belleza y el saber. El sabueso Griegorio suspira “¡Guau!”, despacito.
Siguen preguntas. Sobre la fuerza, la gravedad, el universo, el movimiento, la energía, la luz, el sonido, la electricidad, el calor.
Cada una parte con una ilustración a doble página, que luce el pulso de Christian, una mano aparentemente simple, como merece el cómic.
Y, al final, como en el “tan tán” de una sinfonía, Griegorio le pregunta a Donomero: “Usted me va a seguir contando historias. ¿Cierto?”. Y viene la respuesta de Donomero: “¡Por supuesto Griegorio! ¡Tengo miles de historias que contar!”.
Le llevo el cómic a mi nieta antifísica.