Todo indica que Michelle Bachelet está efectuando sus primeros movimientos con vistas a una próxima candidatura presidencial. La situación es algo extraña, porque ella ha señalado, en más de una ocasión, que no está interesada en un tercer mandato. Sin embargo, esa negativa nunca ha permeado del todo: su figura es de tal calado que la izquierda nunca ha dejado de considerarla al menos como una hipótesis, y sus últimas intervenciones dejan claro que ella descarta la aventura. Después de todo, cada una de sus apariciones vuelve más difícil la emergencia de otros liderazgos y hace un poco más inevitable su postulación. Nada de lo que hace o dice Michelle Bachelet es inocuo, y nadie lo sabe mejor que ella. Suponer lo contrario es indigno de su talento y trayectoria.
El dilema no ha de ser fácil para la exmandataria, porque su candidatura sepultaría definitivamente las expectativas de la generación intermedia, aquella nacida en los 60 y a principios de los 70, y que nunca logró hacerse un espacio entre la vieja guardia de la Concertación y los retadores del Frente Amplio. La pregunta es, desde luego, en qué medida ha sido la propia Michelle Bachelet quien ha impedido que esa generación cuaje. Naturalmente, los bacheletistas más ortodoxos podrían retrucar que la cuestión es al revés: hay que recurrir a ella precisamente porque los “intermedios” nunca han estado a la altura. Como fuere, el hecho es que esa generación nunca pudo adquirir una identidad propia y, por lo mismo, habrá trabajado para unos u otros, pero nunca para sí misma.
Ahora bien, ¿cuál es la identidad de Michelle Bachelet? Hay, desde luego, una cuestión de orden: su candidatura puede conseguir la proeza de lograr la convergencia desde la DC hasta el PC. En tiempos de intensa fragmentación, no es poco. Sin embargo, eso no agota el problema. En efecto, esa irresistible energía centrípeta está condenada a ser inversamente proporcional a su nitidez programática. Si quiere aunar a todas esas fuerzas, Michelle Bachelet se verá forzada a ser ambigua. Ya nos dio una muestra esta semana cuando, al ser requerida a propósito de las tensiones con el PC por el caso venezolano, dijo ignorar la posición comunista al respecto. Es raro el negocio, pues implica callar en cuestiones elementales relativas al compromiso democrático a cambio de un apoyo irrestricto (después, nos dirá que la gran amenaza viene dada por la ultraderecha).
En este sentido, la candidatura de Michelle Bachelet representa un alto riesgo para las izquierdas, por un motivo muy simple: sería la excusa perfecta para no hacer ninguna introspección, ninguna pregunta incómoda y ningún trabajo de fondo. Bachelet funciona porque es Bachelet, no porque esté en condiciones de ofrecer un diagnóstico fino sobre el país (las ideas expresadas sobre la migración por su fundación son particularmente extraviadas). Además, ella misma ha estado involucrada en demasiadas decisiones discutibles. ¿Cuáles fueron los errores del primer proceso constituyente que apoyó con tanto entusiasmo? ¿Por qué no funcionaron las reformas impulsadas en su gobierno? ¿Qué ha ocurrido con la educación pública, cómo retomar el crecimiento económico? Michelle Bachelet tiene un pasivo, y su postulación obligará a toda la izquierda a echar tierra sobre él, agudizando su propia crisis. Esto es particularmente grave, pues sabemos que, al menos desde hace 15 años, es mucho más fácil ganar elecciones que gobernar. Un eventual triunfo fundado en equívocos y silencios o, peor, fundado en el miedo a la extrema derecha, impedirá gobernar de modo medianamente operativo. La alternativa de la derrota de Bachelet no deja al sector mejor parado, pues se habrá desperdiciado —una vez más— la oportunidad de proyectar algún liderazgo para el futuro (y, en consecuencia, el terreno quedará despejado para… Gabriel Boric).
Esto puede explicarse de otro modo. Michelle Bachelet siempre ha mirado con suma distancia a los partidos y sus gobiernos se han caracterizado por mantenerlos a raya. No confía en ellos, y siempre ha creído que su liderazgo va por otro lado. En su libro “Secretos de la Concertación”, Carlos Ominami relata la escena inicial de este conflicto: ella no les debe nada a los dirigentes socialistas, y afirma su plena independencia respecto de ellos. Si se quiere, Michelle Bachelet profundizó la crisis de los partidos al construir su liderazgo al margen de ellos, sin ellos y, por momentos, incluso contra ellos. A esto debe sumarse la reforma al sistema electoral, realizada en su segundo mandato, que ha fragmentado al extremo el mapa político. Cuesta entender, en este contexto, cuál sería la apuesta política de la exmandataria en su tercer intento. Dicho en breve, si nuestra crisis es una crisis de desconexión entre política y sociedad, ella no ha hecho demasiado por resolverla; más bien, la ha agravado.
¿Qué podría justificar un tercer gobierno de Michelle Bachelet? Antes de abrazar su candidatura, la izquierda debería intentar responder del modo más riguroso posible esta pregunta. De lo contrario, estaría cayendo en un determinismo patológico: es Bachelet porque es Bachelet. Sería una rendición frente al mito del eterno retorno. No hay nada menos progresista que una historia circular que gira, una y otra vez, sobre sí misma.